PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA
Pelmazos
Decidí hace años que a un libro sólo le daría un margen de confianza de un par de capítulos y que me iría del cine al primer bostezo
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Al final desoí la advertencia de mi mala corazonada y le di una oportunidad a una película que un buen amigo me había recomendado con entusiasmo. «Como te conozco un poco –me dijo– sé que te va a gustar mucho». En un momento dado, ya ... muy avanzada la proyección, le mandé este mensaje a su teléfono móvil: «aún faltan 40 minutos para que acabe y me duele el culo de tanto cambiar de postura». Mi amigo no me contestó. Supongo que en su fuero interno me mandó al infierno y contrajo el firme propósito de no hacerme ninguna recomendación cinematográfica más. Si es así, casi lo celebro. Sus gustos y los míos son muy distintos. Yo soy bastante mayor que él y las modas empiezan a traerme sin cuidado. La película en cuestión es una de las nominadas al Oscar y en su momento se estrenó con el aplauso general de los críticos que dictan el catálogo de lo que hay que ver si uno quiere estar en la onda. Pero a mí, con perdón, estar en la onda es algo que me la sopla. Me da igual que me llamen antiguo. Eso no me duele. Lo doloroso de verdad es que un buen amigo pueda pensar que una película discursiva, sobreactuada, pretenciosa y sosa me vaya a parecer entretenida. Debe ser que doy una imagen atormentada, de hombre que disfruta con disquisiciones turbulentas sobre la gravedad de las heridas que hacen sufrir a la condición humana. Pues no. Aunque pueda parecerlo, no soy tan intenso.
Lo que más admiro en el cine, en la lectura y en la conversación es el don de la amenidad. Estoy de los pelmas hasta el cogote. No soporto los soliloquios de la gente que se escucha a sí misma y no sabe escuchar a los demás, aborrezco la parsimonia plúmbea de Antonioni y, estando en la Universidad, tiré por la ventana el 'Ulises' de Joyce antes de llegar a la página 50. Creo que, al nacer, llevamos debajo del brazo el talonario de los sufrimientos que nos aguardan en la vida y que lo único que podemos elegir libremente son las cosas que nos divierten. Por eso decidí hace años que a un libro sólo le daría un margen de confianza de un par de capítulos antes de devolverlo al anaquel de la estantería y que me iría del cine al primer bostezo. Es un crimen de lesa humanidad darle cuartelillo a los pelmazos, por mucho que Chesterton saliera en su defensa mientras corría detrás de su sombrero. Él sostenía que el aburrimiento es una cualidad de la persona que lo siente y no de la persona que lo produce. En su opinión es tan natural que uno se aburra con cualquier asunto como caerse de un caballo, pero eso –argumentaba– no nos da derecho a deducir de antemano que el fallo radique en el caballo. No dudo que tenga razón, aunque me apuesto pincho de tortilla y caña a que si él hubiera visto la película que me recomendó mi amigo hubiera cambiando el culo de postura tantas veces como yo. En algunas ocasiones es evidente que es el caballo quien tiene la culpa. Hay pelmazos que no admiten discusión.
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