pincho de tortilla y caña
Arengas
Para librar una batalla hace falta atiborrar las arterias de adrenalina y para lograrlo hay pocas cosas más eficaces que un parlamento incendiario
Damisela en apuros
El bonzo
A mi me parece que lo más llamativo de las grandes gestas colectivas son las arengas con las que los jefes de grupo tratan de motivar a los suyos. Estos días, durante la rutilante singladura de España en la Eurocopa, hemos visto al seleccionador ... dando arreones con los puños desde la banda, y a los jugadores, encorvados como beduinos, formando un círculo de conjura mientras el capitán, titular o no, profería voces dictadas por el pundonor y la testosterona. Para librar una batalla hace falta atiborrar las arterias de adrenalina y para lograrlo hay pocas cosas más eficaces que un parlamento incendiario. El efecto dura lo que tarda el guerrero en medir su fuerza. Si se demuestra lo bastante consistente como para optar a la victoria, el subidón se prolonga hasta que la victoria se decanta de un lado u otro. La derrota, si sobreviene, es dolorosa pero no letal. Nunca lo es si se acaba en pie, por mucho que el fracaso hunda sus uñas hasta los tuétanos y parezca que no haya consuelo capaz de enjugar el fiasco. El tiempo, antes o después, termina restañando las magulladuras, ya sea las de la piel o las del ánimo, y el ay de los vencidos suele dar paso a una nueva oportunidad de victoria.
Pero en las guerras no sucede lo mismo. Allí la pelea se encara con la muerte. El riesgo no es perder la batalla, sino la vida. No sé qué tipo de arenga podría infundirme valor suficiente para afrontar ese reto. No el que se escucha en la mayoría de las películas, desde luego. Las alocuciones embravecidas de los caballeros que blanden sus espadas mientras relinchan las monturas inquietas de los soldados que aguardan la orden de cargar contra el enemigo suelen versar sobre la lealtad a reyes que luchan por su corona, o sobre la necesidad de resistir al invasor, o sobre las ansias irrefrenables de alguna conquista. Siempre me he preguntado cómo reaccionaría yo ante invocaciones de esa naturaleza y siempre me he respondido a mí mismo, aunque reconocerlo me haga parecer un cobarde, que probablemente me habría hecho el muerto en el primer lance o hubiera buscado el modo de desertar sin ser visto. No me jugaría el pellejo por un rey, ni por el color de una bandera, ni por un pedazo de tierra, ni por el sueño de un imperio. Acaso por algunas ideas, pocas: la libertad, la dignidad (suponiendo que sean cosas distintas) y la protección de los míos. Y no estoy seguro de estar diciendo toda la verdad. No sé, por ejemplo, cuál habría sido mi conducta de haber tenido que soportar la prueba de Theon Greyjoy en Juego de Tronos. Tal vez también me hubiera convertido en Hediondo. No me da miedo admitir esa duda. Lo que sí me aterroriza es que algún día pudiera llegar a descubrir que me falta valor para intercambiar mi vida por la de las personas que más quiero. «No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Pincho de tortilla y caña a que no es posible encontrar una arenga más exigente y más motivadora.