pincho de tortilla y caña
Antonio
La mejor parte de lo poco que soy es obra suya. Si su muerte me condenó a vivir amputado, su olvido me borraría de la existencia de un plumazo
El beneficio de la duda (26/4/23)
El Principito (19/4/23)
HACE unos días, José Peláez nos pidió a José María García y a mi que recordáramos juntos a Antonio Herrero, veinticinco años después de su muerte, para hacer un reportaje de la conversación y publicarlo en las páginas de ABC. Por si alguien necesita ... contexto, Antonio fue una de las grandes estrellas de la radio en los años ochenta y noventa del siglo pasado, uno de los más grandes periodistas españoles de todos los tiempos y mi mejor amigo desde que lo conocí en el campo de fútbol del colegio a los 13 años. Nuestro destino se forjó en el mismo yunque, igual que nuestro apellido, y la vida nos mantuvo unidos desde entonces hasta el final de su vida. Compartimos aula en el bachillerato, asientos contiguos en la facultad, habitación en los mismos pisos universitarios y experiencia profesional en Antena 3 y la Cope. Peláez hizo bien su trabajo pero García y yo no pudimos hacer bien el nuestro. A medida que tratábamos de darle nitidez a recuerdos borrosos nos dábamos cuenta de que muchos de ellos estaban desvaídos, como si fueran fotografías demasiado antiguas, o mal situados en la línea de tiempo.
Al llegar a casa busqué el libro que escribí sobre él hace quince años y me di cuenta de que el desastre rememorativo había sido peor de lo que pensaba. Muchas de las cosas que releí se habían evaporado por completo de mi memoria. Tuve la extraña sensación de que una goma de borrar había ido eliminando el rastro de buena parte de mi propia identidad. Si es verdad que somos lo que recordamos, confieso que no sé quién soy. Me siento incapaz de reconocerme sin el recuerdo de lo que viví junto a él. Sin su ayuda mi vida se hubiera extraviado por caminos en los que la emoción de la aventura, el empeño por resistir, el coraje en la batalla y la luz sobre el escenario apenas habrían existido. La mejor parte de lo poco que soy es obra suya. Si su muerte me condenó a vivir amputado, como un inválido que añora la integridad de su cuerpo, su olvido me borraría de la existencia de un plumazo.
Aún guardo una foto en la que se nos ve juntos, con una dedicatoria de su puño y letra: «Querido tío Pachis, los años pasan y nunca tenemos tiempo de decirnos las cosas que deberíamos. Para que no pasen muchos años más, aquí te envío una fotografía que, espero, podremos comentar con calma cuando seamos viejos». Pero nunca pudimos. Su vejez no figuraba en los planes de la providencia. Estamos tan unidos a las personas que queremos que, cuando mueren, una parte de esa unidad, un trozo de nosotros mismos, muere con ellas. La plenitud que todos los hombres anhelamos no puede ser algo muy distinto al hecho de recuperar esos pedazos perdidos durante el reencuentro con quienes se los llevaron consigo. Pincho de tortilla y caña a que el cielo consiste en eso y que será allí donde Antonio y yo podremos mantener, por fin, la conversación que aún tenemos pendiente.
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