la barbitúrica de la semana
El mundo se acaba, y menos mal
Me gusta pensar que existe un planeta que se desvive por las pequeñeces
Calle de Jorge Juan con Lagasca, once de la noche. Iluminados, los árboles parecen estilizados, más verdes incluso aunque no los ilumine el sol. Quedan tres noches para que acabe el año y algo más de una semana antes del día de Reyes. Los escaparates ... se quitan la palabra y hasta los papá Noel que cuelgan de los balcones abandonan su aspecto de presos ahorcados en Guantánamo. Hay euforia hasta para discutir y decepcionar es un verbo que muy pocos pueden permitirse. La ciudad tiene el humor renovado de un reencuentro, el aire fresco de las promesas que nadie podrá cumplir y una alegría de tarjeta de crédito que electrocuta las botellas de todos los bares de la ciudad.
Calle Prado, aquella en la que vivía el protagonista de 'El malogrado' de Bernhard. Aunque flaquea ya la noche del domingo, la fachada del Ateneo de Madrid resplandece como si Ortega estuviese a punto de salir por la puerta. La gente se detiene para hacer fotos que no recordará, pero la noche está preciosa y brillan las luces de colores. En la plaza de Santa Ana las personas beben jarras de cerveza fría, aunque haga frío, los vasitos de vermú con rodajas de naranja se vacían veloces y en los pasos de cebra se tropiezan los peatones cargados con paquetes. En la sección de joyería de unos grandes almacenes una chica prueba esta y otra sortija, y aquella también. No sabe cuál quiere. Si pudiera se las llevaría todas. Parece que en las tiendas regalan las cosas, porque aunque todo cueste más caro, no paro de ver envoltorios. No hay hora en la peluquería, ni en esta y en ninguna. Susi, que llegó desde el centro de China hace ya trece años, no tiene cita disponible hasta mañana. Todos quieren tener el pecho depilado y las uñas permanentes para el día de Nochevieja.
Un coche para volver a casa demora entre quince y veinte minutos y, si lo consigues, cuesta el triple de su precio normal. Es diciembre y el mundo se va acabar. Y me gusta que así sea. Que la vida parezca eso muy importante que empuja a los hombres y las mujeres –y a los que quieran ser una cosa o su contraria– a tropezarse en los autobuses y abroncarse al momento de pedir la vez en las tiendas de móviles, las charcuterías o las farmacias. Oiga usted, que el mundo se acaba y yo no he terminado de comprar los regalos de Reyes, ni la lotería del Niño, ni el roscón ni los gambones. Me gusta pensar que existe un planeta que se desvive por estas pequeñeces, que habita despreocupadamente dentro de su burbuja de carbono y es infiel a otros y a sí mismo con sus propósitos de enmienda. Me gusta que el mundo no sea un plató donde la gente se grita. Que por un momento la frivolidad no tenga consecuencias más que la vergüenza propia o ajena. Que la vida sea eso que ocurre entre 'guasaps', o entre una estación de Metro y la siguiente. Me gustan las frases hechas que se dicen en estos días. Me gusta esta urgencia que no conduce a ninguna parte.
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