editorial
Juramento histórico y de futuro
El acto solemne de jura de la Constitución por la Princesa de Asturias estuvo cargado de un simbolismo imprescindible para el fortalecimiento de nuestra democracia en un contexto convulso, en el que la Constitución está siendo cuestionada, si no amenazada, por una parte relevante del arco parlamentario. En efecto, fue un simbolismo que confiere al término 'histórico' su auténtico significado y dimensión, y que dotó de una potencia extraordinaria, y de una profundidad institucional incuestionable, al hermanamiento escenificado entre la Princesa de Asturias, las Cortes a las que está sometida nuestra Monarquía parlamentaria, y la propia Constitución como texto fundamental en el que se basa la solidez de nuestra convivencia.
El juramento de la Princesa fue una declaración de intenciones de su amor a España y de su verdadera toma de conciencia de lo que representan la lealtad y el respeto a los ciudadanos, el sistema político que nos dimos en 1978, y la unidad de España como factor trascendente de igualdad. Pero más allá del acto concreto de la jura en el Congreso de los Diputados, su discurso posterior en el Palacio Real fue la medida exacta de su compromiso con la vigencia de la Corona para conectar a las instituciones con las nuevas generaciones de españoles. Doña Leonor encarna precisamente eso, el futuro de una España que, más allá de sus convulsiones políticas, debe seguir siendo leal a sí misma, a su estructura territorial, a la inmanencia de principios y valores basados en el Estado de derecho, y a la aceptación del principio de legalidad como motor de nuestra convivencia. En idéntica línea de contundencia en defensa de la Constitución deben incardinarse las palabras pronunciadas por el Rey, impecables en su exactitud y ejemplares en su firme defensa de la Corona como eje vertebrador de un futuro mejor para España. Fue el discurso de un Rey en ejercicio de sus funciones a una reina que lo será, y que mostró su enorme capacidad para escuchar y ser escuchada con atención por los españoles.
La Corona ha dado un ejemplo de sensatez, prudencia y equilibrio, y tras años duros con su imagen institucional sometida a la crítica pública, y también sufridora de un injusto desapego y rechazo desde ámbitos políticos antimonárquicos, demuestra que sí es capaz de aglutinar a una España capaz de mirar al futuro con esperanza. Las calles de Madrid, repletas de ciudadanos expresando su apoyo a la Corona, exactamente igual que ocurrió en la Fiesta Nacional del 12 de octubre, así lo atestiguan. Hay una España que admira a la Familia Real y que reconoce en Don Felipe al artífice de un tiempo nuevo en el que su posición como Jefe del Estado garantiza también una continuidad dinástica basada en la fidelidad a la obra de la Corona por España. No reconocer su contribución decisiva a la tolerancia y el entendimiento entre españoles sería improcedente e inmerecido. Ese es precisamente el legado que se ha comprometido a proteger y prolongar en el tiempo Doña Leonor.
La Princesa juró la Carta Magna con la fórmula institucional prevista ante la presidenta del Congreso, Francina Armengol, cuyo discurso se alejó del canon de solemnidad que debió tener en una jornada así. No era día para tópicos programáticos ni para exhibir visiones de partido, sino para dotar a sus palabras de un tono de institucionalidad más acertado en el que vinculase con más tino conceptos como democracia, soberanía nacional -no popular- o Monarquía parlamentaria con el principio de legalidad. Más aún, cuando su partido parece dispuesto a reinterpretar ese principio, la ley en definitiva, a medida de sus estrictos intereses políticos con tal de lograr sacar adelante la investidura. La democracia no sólo emana del pueblo. Emana del pueblo, lógicamente, pero siempre sometida al cumplimiento de unas leyes que no deben ser manoseadas a instancias de parte para lograr fines políticos que pongan en cuestión nuestro equilibrio de poderes y la propia defensa del Estado frente a quienes se han propuesto desvirtuarlo. La lógica del momento histórico así lo exigía, tal y como sí demostró en 1986, durante la jura de la Constitución por Don Felipe, el entonces presidente del Congreso, Gregorio Peces-Barba. Por eso, la parte negativa fueron los partidos que se negaron, incluso por cortesía, a ser testigos de cómo Doña Leonor reconocía al Parlamento como base única de nuestra soberanía nacional. Tampoco es extraño. Son precisamente los partidos que utilizan la aritmética parlamentaria para sojuzgar a nuestro Estado de derecho. Se entiende en los partidos que atacan la Constitución, pero no en quienes la invocan a sabiendas de que quieren pervertir su espíritu para ganar un gobierno.
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