LA TERCERA
Como cajas de Cornell
«Joseph Cornell fue único gran surrealista que dio Norteamérica. Era un viajero inmóvil. Jamás viajó a Europa, y en consecuencia no pisó París, del que, sin embargo, vía los libros y los discos, lo sabían casi todo. Por decirlo recurriendo al título de un libro del gran Mario Praz, 'el mundo que vio el pintor' era pequeño»
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Hace exactamente treinta años, durante una estancia en Nueva York, un día, nada más despertarme, le dije a Monika: «Se me acaba de ocurrir un libro de poemas que serían glosas de una serie de cajas de Joseph Cornell. Vamos a pasarnos por Books & Co., ... la librería que está casi al lado del Whitney, y voy a comprarme una monografía sobre él que vi ahí hace unos días, y que puede servirme». Allá que nos fuimos, y la compré. (La librería, estupenda, cerraría en 1997). Después habíamos quedado con una amiga española, precisamente en el Whitney, para visitar las dos exposiciones más contrapuestas que imaginarse quepa, la de la silenciosa Agnes Martin, y la de Jean-Michel Basquiat, ruidoso, y a la vez capaz de equilibrio, dentro de la furia. Probablemente yo, que me repito mucho, sentenciara el asunto recurriendo a una de mis frases francesas favoritas, «hace falta de todo para hacer un mundo».
El caso es que cuando nos disponíamos a salir del museo, nuestra amiga, señalándome una estantería alta de la tienda de su vestíbulo, me dijo: «Mira, ese libro sobre Cornell, ¿es el que has comprado?». No lo era. Se lo solicité al librero. Me lo puso en las manos. Leí el nombre del autor, Charles Simic, que no me decía absolutamente nada (enseguida supe que era poeta, serbio-norteamericano, y Premio Pullitzer), y el título, 'Dime-Store Alchemy', es decir, algo así como 'La alquimia de la tienda de baratijas'. (Luego se traduciría en México, con otro peor: 'Alquimia del tendajón'). En cualquier caso, adquirí el volumen, encuadernado en tela, con, en sobrecubierta, una maravillosa caja cornelliana. Era exactamente mi libro, y acababa de salir. Adiós proyecto.
En 2011, en un recital cordobés inolvidable, en la terraza del Museo Arqueológico, en el marco de Cosmopoética, saludé a Simic. Martín López-Vega me había invitado al festival, y me había hecho un bonito regalo: uno de mis compañeros de estrado sería mi admirado (hasta entonces, a distancia) Lêdo Ivo, uno de los grandes de la generación brasileña del 45. Le dije que ya puestos, a la mesa, en que también participaban Federico Abad y Juana Castro, sumara a Simic, que sabía invitado también a las jornadas. Lo hizo. Me fui pues a Córdoba con 'Dime-Store Alchemy' en el equipaje. Le pedí me lo dedicara, explicándole que me había 'robado' el libro. Me temo que debió encontrarme algo perturbado. En cualquier caso, la velada fue especial: los poemas, el limpísimo crepúsculo, los vencejos girando, las campanadas cordobesas, tan «Brujas la muerta» como la ciudad toda.
Ahora, cuando Simic acaba de morir, entrego mi segunda Tercera de ABC. La primera fue en 2014, cuando Patrick Modiano ganó el Nobel. Puestos a precisar si para mí él es, en plan Pla, un «amic», un «conegut», o un «saludat», diría que entre lo segundo y lo tercero. En 1997 (él estaba escribiendo 'Dora Bruder'), habíamos pasado una tarde charlando, en París, en el apartamento de Bernard Minoret, que fallecería en 2013. Nunca más vi a Modiano. Mucho después, daría, en una feria de libreros anticuarios, con un par de títulos suyos, dedicados a Minoret. No los compré, pues el precio era 'salado'. Aquel día del Nobel, en el que era entonces mi despacho, próximo al Raspoutine, frecuentado por él y por Le-Tan, bailé algo parecido a una giga, vociferando como si hubiera ganado la Liga el equipo de fútbol que no tengo.
Escribo ahora, con ilusión, esta segunda Tercera, primera de una posible secuencia. Me acuerdo de terceristas históricos. Sobre todo, de dos: Joan Perucho, que fue realmente un amigo, y que me dedicó una Tercera cuyo título no repetiré porque me da pudor hacerlo, todavía hoy (búsquenla en la maravillosa hemeroteca digital de este diario), y José Jiménez Lozano, con el que coincidí una vez en el jurado de los premios literarios de la casa. ¿Que por qué me acuerdo ahora de él? Pues porque, entre nuestros escritores, es el único, que yo sepa, que tiene un poema sobre Cornell, que ocupaba un puesto importante en su museo imaginario, como lo ocupaban Vermeer y otros maestros holandeses. El de Delft es pintor de escritores: Proust, el Claudel de 'L'oeil écoute', Malraux, Murilo Mendes, Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski… Por lo que se refiere a Cornell, el eremita de Alcazarén no sólo escribió esos versos, sino que acabó emulándolo, practicando él también, con talento, el collage.
He hablado de demasiadas cosas. Ya casi no me queda sitio para intentar decir por qué me apasionan las cajas de Cornell, y sobre todo por qué esta Tercera la he titulado invocándolas. El único gran surrealista que dio Norteamérica era tan atípico que le apasionaba la música, desdeñada por André Breton, y a partir de 1925 fue miembro de la Christian Science Church. Al igual que Lezama, era un viajero inmóvil. Ni él ni el autor de 'Paradiso' viajaron jamás a Europa, y en consecuencia ninguno de los dos pisó un París del que, sin embargo, vía los libros y los discos, lo sabían casi todo. Por decirlo recurriendo al título de un libro del gran Mario Praz, «el mundo que vio el pintor» era pequeño: Andover, Massachusets, donde estudió; su Nyack natal, compartido con Edward Hopper; Flushing, donde residió, en Utopia Parkway; y Manhattan, a donde se desplazaba a menudo. Póstumamente, saldría una selección de sus diarios, al cuidado de Mary Ann Caws. El libro es maravilloso, y permite ver cómo él construye sus cajas, y cómo sus diarios son otra, en la que mete cosas que pasaron a aquellas, encontradas en las librerías anticuarias neoyorquinas, briznas, casi siempre, pavesas de una cierta Francia, perseguidas, con obsesión casi modianesca, por el documento: Aloysus Bertrand y su 'Gaspard de la nuit'; cantantes y bailarinas románticas; Satie; Apollinaire; Breton, y hasta nuestro Ricardo Viñes, el pianista leridano, al que su paisano y amigo Eduardo Aunós despediría… en una tercera, y sobre cuyos diarios póstumos, de los que sólo una mínima parte se ha editado, Perucho escribió en ABC Cultural, en aquel ciclo de feliz memoria, 'Museo de sombras'… (Además, Cornell perseguía a taquilleras de cine, de las que se enamoraba perdidamente. Pero esa es otra historia).
Ya que Simic me 'robó' mi libro, mi propósito aquí será intentar prosas que sean como cajas cornellianas: instantes detenidos. De viajes mentales, como los suyos, y de otros bien reales, que uno, aunque admire a Cornell, Hopper, Lezama, Morandi, Vermeer y demás viajeros inmóviles, no ha llevado una vida quieta, sino todo lo contrario.
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