la suerte contraria
Viva Felipe VI
Admiro su calma, su templanza y esa mirada de billete de 10.000 que pone cuando se enfada
La singularidad de no ser catalán
Volver a empezar
Decía Dalí que lo mínimo que se le puede exigir a una estatua es que no se mueva. Con un rey sucede algo parecido y, más allá de cualquier otra consideración, lo mínimo que se le debe exigir es que hable poco, que mantenga las ... formas y que cuando lo mires no te entren ganas de renunciar al pasaporte y a la respiración aeróbica. Una vez me dijo una mujer que un padre no ha de gritar nunca, que con una mirada debe ser suficiente para que tu prole te entienda y acepte la autoridad de modo natural. Yo me acuerdo de ella cada vez que me enfado con mi hija. Comienzo la discusión susurrando como Marlon Brando en 'El Padrino' y a veces la termino como María Jesús Montero en el concurso de 'irrintzis' de Basauri. Luego recuerdo que la mujer que me dijo que no gritara siempre lo hacía gritando, así que los remordimientos se me van a la vez que la afonía. En cualquier caso, quiero decir que un rey no ha de gritar. Y cabe recordar que los peores gritos son los que se dicen en bajito. Ni siquiera eso: en la sociedad de las redes, la mayor parte de los berridos se dan por escrito. Por eso no gritar es algo que trasciende lo puramente sónico para adentrarse en las frecuencias del alma, que son las que importan. Así que no gritar implica no decir tonterías, huir del 'zasca' macarra, del aplauso suicida, de la palabra gruesa y de ese olor a puerto que se le ha puesto al debate público.
Admiro mucho al Rey. No solo por su papel como Jefe del Estado, su compromiso con la Constitución y su profesionalidad. Lo admiro, fundamentalmente, como persona. Y tiene mérito porque no lo conozco. Solo he coincidido con él en los Cavia, con mi esmoquin alquilado y esa tendinitis que me sale en el cuello tras pasarme quince días ensayando la reverencia frente al espejo. Debo aclarar que la mía es una reverencia digna, equilibrada, institucional, en ningún caso se parece a la genuflexión de García Ortiz, al que solo le faltó menear la cola mientras le acariciaban la trufa. Y como me tienen dicho que nadie se puede dirigir al Rey si él no se dirige a ti, me paso la cena de los Cavia en tensión, calentando los trapecios y ensayando diferentes escenarios. En cualquier caso, creo no hace falta conocerle más de lo que le conozco para intuir cómo es.
Porque lo que intuyo es bueno. Admiro su calma, su templanza y esa mirada de billete de 10.000 que pone cuando se enfada. Admiro que no actúe como un 'influencer', que acepte su destino y que todo a su alrededor discurra con esa agradable sensación de naturalidad. Admiro que no confunda sensibilidad con sensiblería ni gravedad con arrogancia. Aunque, en realidad, todo esto no sirve solo para un rey. En estos tiempos histéricos, egocéntricos y pretenciosos como intelectuales con flequillo, valoro cada vez más a aquellos que viven como si estuvieran dentro de un guion de Sergio Leone. Al fin y al cabo, todo buen rey es un hombre unido a un código. Y es sabido que lo mínimo que se le debe exigir a un código es que no se mueva.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete