LA HUELLA SONORA
Un paseo por la España repleta
El tipo del móvil parecía leer mi mente, así que decidí frenar en seco
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Madrid es esa ciudad en la que pasear consiste en esquivar gente que mira su móvil, que se entrega al esguince cervical y al consumo de datos en itinerancia. Hace no tanto había un pacto no escrito en virtud del cual, cuando en la ... calle la casualidad te situaba junto a un desconocido, los cerebros de ambos lo percibían con una especie de radar como el de los murciégalos.
O quizá eso sea un sonar, da igual, la cosa es que cuando eso sucedía uno iba un poco más rápido, el otro más lento y de ese modo se evitaba el malentendido. La evolución, la urbanidad, el dominio de la dimensión espacio-tiempo, qué sé yo. Bien, todo esto ya es cosa del pasado, como las escalas diatónicas, los tobillos con calcetines y el pelo en los occipitales.
La evolución, la urbanidad, qué sé yo. Bien, todo esto ya es cosa del pasado.
El jueves, al girar la calle Luchana, llegué casualmente a la altura de un señor que miraba su móvil en la Glorieta de Bilbao. Caminamos unos metros a la par, con el mismo paso, la misma velocidad e idéntica zancada. Cuando eso sucede la situación se vuelve algo incómoda, la verdad es no es normal caminar apaciblemente junto a alguien a quien no conoces de nada, así que ralenticé mi paso. Pero el tipo, mirando absorto su móvil, frenó su cadencia en el mismo punto, así que nos volvimos a poner en paralelo. Tras varios segundos de incertidumbre tomé una decisión y ya en Fuencarral aceleré y pegué un cambio de ritmo que ni Johan Cruyff, pero fue inútil: el señor, sin levantar nunca la mirada de su móvil, también aceleró impidiendo que yo recuperara mi independencia y ese individualismo de 'flâneur' con el que había salido a comerme el mundo.
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Así que, casualmente, habíamos subido el ritmo los dos a la vez, como cuando en el Tour uno se quiere escapar, pero el otro se lo huele y no le deja. Así se frustraron mis intenciones y nos pusimos de nuevo a caminar el uno junto al otro. Visto que era imposible librarme de él valoré abrazarle, hacerme su amigo, irnos de cañas y acabar con aquello de una vez por todas, pero lo descarté casi automáticamente. También pensé en liarnos a puñetazos. Eso también lo descarté, no tan rápidamente. Yo lo miraba de reojo, intentando adivinar sus intenciones sin mostrar las mías. Pero es que el tipo del móvil parecía leer mi mente, así que decidí frenar en seco, muy en seco, tanto que no descarto una rotura de fibras.
Pero eso da igual. Lo importante es que decidí librarme de él parando en un escaparate, en uno cualquiera y caí en uno que aun no tengo claro qué vendía. Porque yo entiendo bastante bien las palabras 'ferretería', 'librería' e incluso 'chamarilería', pero no tengo la menor idea de cómo se llaman los lugares donde igual te venden un extraño kimono que una pulsera para el pie o lo que parecía ser un perfume. Pero es lo de menos.
Yo estaba mirando algo que se llamaba 'clutch', para disimular. Pero cuando me acerqué a ver su precio vi en el cristal el reflejo de ese tipo, mi compañero de paseo, aquel 'doppelgänger' de Chamberí mirando su móvil. La cosa empezaba a resultar realmente extraña, pensé que quizá éramos dos vencejos guiados por un liderazgo invisible y decidí entrar a comprar el 'clutch' como quien se cambia de nombre o se pone un turbante.
El ridículo fue espantoso porque no supe pronunciarlo y, para describírselo a la dependienta, no supe explicar ni para qué servía. Y en medio de la escena, diviso en la cola de la caja a mi viejo amigo, a mi sosias digital, que ni siquiera se había llegado a enterar de mi existencia a pesar de haber compartido conmigo media mañana, con una lámpara en la mano y su maldito móvil en la otra. Decidí que era, sin duda, mi oportunidad para huir y, presa del pánico, dejé plantada a la dependienta y me fui corriendo en dirección al Café Comercial, desde donde escribo estas palabras anhelando la España vacía, el apagón digital y aquel mundo en el que, cuando perseguías a un pobre hombre, al menos te enterabas.
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