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La Huella Sonora

La mujer más bonita del mundo

Carmina de Ordóñez. Carmen de España, valiente. Carmen de golferíos y canallas, de días largos y noches lentas, Carmina Díaz de Vivar que gana batallas después de muerta

'Oasis' para recordar quienes somos

Como Delibes, lo contaremos en novelas

La hija de Antonio Ordóñez, en todo su esplendor ABC
José F. Peláez

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Miro una foto de Carmina Ordóñez y de su belleza, de su desplante, de su desprecio a los bienes y a los males, a la vida terrenal, la superioridad genética, la frivolidad con acento pijo, su elegancia tontita, ay Carmina de Ordóñez y Dominguín, ... Carmina de Paco, Carmina de nadie. Carmen de España, valiente. Carmen de golferíos y canallas, de días largos y noches lentas, Carmina Díaz de Vivar que gana batallas después de muerta, Carmina que, como El Cid, ha aparecido en escena veinte años después para ascender por encima del mito con su no presencia, como un pantocrátor que ríe y se mesa el flequillo con tres dedos, o sea, con ese silencio cómplice que deja todo claro, con esa sonrisa por la que matarían las supermodelos lánguidas, los corazones anémicos, el sonido lento de las uñas cuando rozan en la mesa para marcar el compás de un fandango, Carmina, pendón de Castilla, flor de Triana, duquesita de Serrano y falda gris del Liceo Francés. Carmina, amor, chaqueta metálica –Hoyas–, folclórica de sí misma –Umbral–, Carmina de piel y bronce –quiero imaginar que Burgos–. No cumpliste los 50, Carmina y revienta, musa del cuché, divina de la muerte, belleza de dictablanda y burócratas del Opus, 'ese' líquida de los que se bajan en Lista, aires aperturistas de la Transición, un poco fachas y un poco jipis, me recuerdas a La Sed pasando el miércoles santo por la Puerta de Carmona porque eres eso, La Sed, la sed que nunca se sacia, el cortisol bombeando vida, quererlo todo, quedarse con nada y beberse ese vacío a cántaros para buscar la vida y no encontrar más que tu propia belleza, esa belleza deslumbrante que sometía hasta al espejo y que embelesaba a todos los que estábamos otro lado de la pantalla gris de las casas grises, de los días grises, de los lamentos grises de Dios bajo este sol mortecino y amarillo que muere en el papel de biblia –también amarillo, a su manera– del libro de Larra que tengo en las manos, Madrid sobre Madrid, amarillo muerto sobre amarillo muerto.

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