la suerte contraria
Elogio de Juan Ortega
Y el espejo deformado empieza a devolver belleza, y los defectos se vuelven cualidades
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Si todo hombre necesita a una mujer mala para conocerse del todo, todo torero necesita un mal toro para conseguir encontrarse. Una mujer mala no es lo mismo que una mala mujer, igual que un mal toro no es lo mismo que un toro ... malo. Pero sirve para entendernos: nada pone a un hombre delante de un espejo tan terrible como la mujer que ama, que no es la única, pero que es la única que importa. Ese espejo no tiene piedad y además no le importa no tenerla. Muestra solo tus defectos, exagera tus limitaciones y desborda tu propia vulgaridad por las cuatro esquinas, las cuatro extremidades de una misma incapacidad. Y cuando te miras en esa mirada te ves débil, frágil y perdido. Esos dos ojos son dos fiscales, dos fiscales negros como una noche larga, una noche oscura del alma detrás de la cual no hay nada. Solo un silencio rabioso. Porque no es que no tengas nada que decir, es solo que no sabes cómo. Sabes lo que quieres, sabes que lo sabes, pero llega el toro y no te sale. El toro malo es el que no ayuda y el mal toro es el que te mata y, mientras eliges uno de los dos venenos, recuerdas quién eres y relees a Bergamín y te emborrachas de tu propio misterio cada mañana. Pero llega otra vez la tarde y, de nuevo, no lo logras, no eres capaz de hacer real en la arena lo que es real en tus sueños de niño ciego.
Manolete decía que solo uno es capaz de saber cuándo ha toreado bien. «Y también el toro –añade Bergamín–, pero el toro no puede decirlo». Y sucede que toreas bien, pero nadie se entera, por lo que llegas al hotel con esa cara de idiota que ponen los que triunfan en secreto, o, mejor dicho, los que triunfan delante de todos, pero sin que nadie se entere. O lo contrario, que es peor: que toreas mal y la gente aplaude. Y a la misma cara de idiota le has de sumar la cara de impostor, de estafador y de farsante con sonrisa temblorosa que pide a gritos volver al rostro serio, pero limpio, del derrotado. Es la belleza incomparable del fracaso honesto. Y llega el día en que toreas bien, todo el mundo lo ve y cuando llegas a casa para contarlo te recuerdan que no es para tanto, que los hay mejores, que no te vayas a creer especial y que has dejado de nuevo el agua fuera del frigo. El amor de una mujer es una cura constante contra la soberbia. No solo te recuerda que eres mortal, sino, además, un poco imbécil.
Hasta que un día todo cambia. Lo anterior comienza a tomar forma, se ordena de una manera mágica y algo sucede en tu interior. Y el espejo deformado empieza a devolver belleza, y los defectos se vuelven cualidades y las cualidades milagros. Y consigues llegar a donde solo llegan los grandes, que es al reto de hacer arte desde tus limitaciones y no desde tus recursos; de olvidarse del efecto para romperse en la causa; de encontrarse en una fatalidad profunda que nace del miedo y no desde la arrogancia. De la infinita humildad que da saber que todo lo que te habían dicho el toro y tu mujer siempre fue estrictamente sincero. Pero tú todavía no.
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