LA HUELLA SONORA
Por si nos tocara emigrar
Escribir crónicas de las homilías del Vaticano o ser crítico cultural del 'Machester Evening News'. Lo que sea, pero alejados de esta degradación
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Regentar una pequeña tienda de mapas en Stirling, cerca de aquel cementerio de cuento de hadas donde dicen conocer a William Wallace. O quizá pasear una mañana –como pudiera ser esta misma– por un puente de Breda, con una bolsa de papel marrón llena ... de vegetales que acabaría de comprar en la pequeña tienda de la Sra. Goederieck para dar de comer a los míos. Ser profesor de niños en el conservatorio municipal de Kendal, Cumbria, o joyero con taller propio en Tívoli creando 'souvenirs' de recuerdo para que Nelly se los venda a sus comensales después de una 'porchetta' que nos queme las penas y una 'grappa' que nos queme la garganta.
Especializarme en 'steak tartar' en una tasca bohemia en el callejón del oro de Praga, viendo cada día la casa de Kafka. O arreglar bicis en Bonn, sintiendo la sordera de Beethoven en el insomnio de cada noche. Una tienda de discos usados en lo más usado de Reims, una pequeña galería de ilustradores emergentes en el Chelsea neoyorquino o un bar de callos al estilo de Vallecas en el corazón del Soho. Así, para tocar las pelotas.
Vender vino español en una boutique de Height-Ashbury en San Francisco o montar un pequeño estudio de diseño en la frontera holandesa de Westfalia, digamos que en Venray. Vagabundear con Calamaro por Plaza Francia, ser músico callejero en Copenhague, padre de siete niños en un barrio residencial de Boston, traductor de español en Saint John's Wood, que además me podría permitir ser paseante de fin de semana bajo la lluvia azul de Regent's Park huyendo de la resaca de un domingo más a la deriva de Bloomsbury. Mejor así.
Escribir relatos negros en Estocolmo, vender magdalenas muy pequeñas en Montmartre. Arenero de la México, editor de cuentos infantiles en Biarritz, doctorando de latín en Oxford, reparador de cámaras de fotos en el puerto de Saint-Tropez, vigilante de una sala de fotografía de gran formato en Venecia. Aprendiz de sombrerero en las afueras de Dublín, entre el verde de los montes y el negro Guinness de la noche o ayudante en un establo del hipódromo de Montecarlo, susurrando a los caballos y a la luz blanco-ostra de la vida. Enseñar arte en la escuela de Cracovia, ser corresponsal en Roma, con sede en Trastévere. O, mejor aún, escribir crónicas de las homilías del Vaticano para 'L'Osservatore Romano'. O cronista del diario oficial de la lonja de Amberes. O crítico cultural en el 'Manchester Evening News'. Donde sea, pero escribir.
O quizá enseñar jotas con capa bejarana en el corazón de Bristol, como subterfugio para algún día tomar Westminster en nombre de Leonor. Cirujano estético en Medellín, riendo con las paisas. O ponerme flequillo en Estambul para vestirme de pirata y hacer un nuevo Lepanto con el Cristo de las Batallas a cuestas. Y tomar Santa Sofía para la monarquía hispánica. O traficar con armas y té moruno en el Hafa Café de Tánger, mientras rezamos por el alma de Aute.
Entrenar a pívots angoleños en un barrio de Lisboa o preparar sándwiches de gorgonzola en el pub de Davy Byrne en el Bloomsday. Percebeiro en Aveiro, arquitecto en San Telmo o ganadero de ovejas churras en Las Landas, bajo la protección de un rey visigodo con nombre de bárbaro y acento de Palencia.
Lo que sea, pero alejados de esta mediocridad, de esta degradación y de todo lo que nos recuerde, aunque sea ligeramente, en qué convirtieron a España durante estos días de marzo.
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