la suerte contraria

Se busca al peluquero de Luis Alberto de Cuenca

Cuando vienen mal dadas o haces poemas o haces cócteles. Luis Alberto eligió bien. Tanto que ahora es feliz y así no hay Dios que escriba

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Luis Alberto me advirtió que la cita para ver su biblioteca no podría prolongarse en exceso: tenía hora con el peluquero. Cuando oí eso, pensé que, sin duda, habría de ser cierto. Nadie pone al peluquero como excusa. Siempre hay un funeral del que ... tirar, una cita médica sobrevenida o, simplemente, una traducción de la muerte de Sócrates en el 'Fedón' a medio hacer. Pero, cuando lo tuve enfrente, estuve a punto de decirle que lo reconsiderara. No solo por prolongar la cita sino, sobre todo, por prolongar el estado de gracia de su pelo. Hay un momento entre corte y corte en el que lo tienes perfecto. Dura poco, sí, pero ese día es maravilloso. Sonríes a tu reflejo en los escaparates, caminas como si salieras de uno de esos anuncios de colonia y hasta compras flores. Narcisos, orquídeas, qué sé yo. Bien, Luis Alberto vive en ese momento de modo permanente. Es un auténtico CDR –'Cheveux de Riches'–, y su cabello tiene ese tono entre el gris y el blanco imposible de conseguir en el mercado de tintes estándar. Ese tono llega necesariamente desde los cromosomas. En concreto, y según leo, desde el gen MC1R que, en su caso, es una fábrica de colágeno y de lirismo. Si yo tuviera ese pelo no me lo cortaría nunca. O quizá sí, quizá iría todos los lunes a las cuatro de la tarde dejando plantadas a las musas y a las visitas para conservar permanentemente la largura exacta, la patilla perfecta, esos rizos en la nuca que sugieren que, de no mantener la cadencia obstinada, comenzarían a encerrarse sobre sí mismos. Y pasaríamos de poeta elegante a promesa del toreo. Y de ahí directos a Jep Gambardella. Porque la extravagancia es la consecuencia visible de la tristeza.

La otra es la poesía. Y hay que elegir, supongo. Cuando vienen mal dadas o haces poemas o haces cócteles. Luis Alberto eligió bien. Tanto que ahora es feliz y así no hay Dios que escriba. Pero, ¡qué bien abre la puerta de su biblioteca! Me recibe en el descansillo como Calíope, me abraza con la fuerza exacta y me besa como un auténtico caballero. Eso me gusta: yo a mis amigos los beso. Y comienzo a pasear entre primeras ediciones de Quevedo como quien pasea entre los estantes de los yogures. «Mira, querido, la traducción de Poe que hizo Baudelaire». «¿Que no has leído 'Drácula'? Qué envidia». «Me encanta esta carta manuscrita de Juan Ramón a Rubén Darío». Y yo, que he visto docenas de veces esa biblioteca en Internet, me siento en la de Alejandría. Veo las 'Sonatas', de Valle-Inclán, la segunda edición del Tenorio, la primera ilustrada de 'El Conde de Montecristo'. Luego confundo a Calvino con Pirandello y me mira con esa indulgencia que solo da la superioridad manifiesta. Y me pregunta por mi poeta favorito. Yo digo la primera gilipollez que se me ocurre para no admitir que es y siempre ha sido él. Y me despido con la cabeza como un parque de atracciones, sin una sola foto que colgar en casa y con un plan para repetir la cita cada mes: solo Dios sabe que mataría por el teléfono de su peluquero.

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