LA HUELLA SONORA
Americana
Por más que lo intenten, Estados Unidos no puede morir. A esa promesa me aferro mientras espero que llegue un remedio o un milagro

Nunca me había gustado el whisky. Me resultaba algo similar a lamer un tablón de madera, de madera porosa en la que alguien hubiera vertido un bote de alcohol de farmacia, de ese que nos echaban de pequeños en las rodillas ensangrentadas y que luego ... resultó una forma de maltrato, que si a mis padres los llega a pillar la Fiscalía en aquellos veranos en Suances lo mismo les quitan la custodia. Y yo habría terminado en un orfanato a cuya fachada iría a morir la luz amarilla de la infancia en las tardes de marzo. Pero un día me dio por probar el whisky con otra perspectiva, sin hielo, sin Coca Cola, sin prejuicios. Sentí que algo cambiaba dentro de mí, como si hubiera madurado de repente. Pasar del gin tonic al whisky es como pasar de la cañita al Jerez, de la Play Station a los toros, de ser hincha del Tottenham a tener un palco en el Teatro Real. Súbitamente todo se volvió más lento, menos agresivo y, en lugar de sentirme frío por dentro -frío y solo como un portero reflejado en un charco- sentí por dentro el abrigo lento del cuero viejo. Y el trago ya no caía como un castigo merecido sino como el abrazo sincero de un tipo fiable, antiguo y barbudo.
Así que me encendí un puro, placer que hasta ahora reservaba para las bodas y los toros. Quizá por ese motivo yo decía que sí a todos los enlaces y a todas las corridas que me ofrecían. Tras once años sin fumar, un puro entre los dedos no deja de ser un pequeño recuerdo de cuando fuimos los mejores, que diría Loquillo; un juego, un guiño, media sonrisa cómplice que me permite seguir sintiéndome inmortal, pero, además de ello, vivo. Me los suministra mi amigo Franklin, que es dominicano y que sabe del tema. Sabe de puros y de amistad, quiero decir, ya va para veinticinco años desde aquella Nochebuena que pasó en casa de mis padres y en la que le descubrimos a la vez España, el lechazo y el extraño calor que puede brotar en una ciudad helada.
Así que un puro dominicano y un poco de whisky irlandés mientras suena JJ Cale, que es el descubrimiento más importante que he hecho este año junto con la inconveniencia de tocar las narices a un armenio. JJ Cale es la clase absoluta, la elegancia extrema, la lentitud sólida. Me fascina su estilo ronco, contenido y sin pretensiones, esa manera de cantar que no es muy diferente a hablar hacia dentro, como si ya nada importara y, de pronto, no hubiera nada que demostrar. JJ Cale es la pureza de Morante con la indiferencia de Romario. Y una extraña capacidad para no sonreír jamás.
Whisky, tabaco, sonido Tulsa. Todo me recuerda hoy a América, esa América que conocí por primera vez hace más de quince años, en una antigua parada de postas donde un paleto con sombrero blanco ponía una y otra vez la misma canción de Dylan en la Jukebox. La América de las carreteras infinitas, los maizales inmensos, el calor pegajoso de los cayos; la de los lagos helados, las montañas moradas de Oregón y la muerte en el desierto. Por más que lo intenten, Estados Unidos no puede morir porque no es un país sino una marca, una idea, una esperanza. A esa promesa me aferro mientras espero que llegue un destello, un remedio o un milagro. Aunque algunos días mataría por un banjo.
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