La Tercera
Retrato en claroscuro
«¿Por qué tanta literatura? Porque hasta donde sabemos, Carlos de Inglaterra ha sido persona con opiniones propias, lúcidas o impertinentes –sin llegar al récord insuperable de su padre–, poseedor de una gran sensibilidad y un punto excéntrico. O sea, uno de esos tipos que a veces da la aristocracia británica»
![Retrato en claroscuro](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2022/09/12/220913TerceraLlop.jpg)
Si nos quedamos dentro de los parámetros del tiempo, no sé cómo se recordarán estos años del siglo XXI entre los que nacieron en él, pero para los que lo hicimos en el siglo XX tres son las cosas de mayor carga simbólica en un ... mundo que descree de los símbolos. La primera, el 11 de septiembre de 2001, o la irrupción sangrienta de la Historia desmintiendo su fin. La segunda, el telescopio James Webb, o la milagrosa presencia del tiempo y el espacio que hasta hoy eran no-tiempo y no-espacio y estábamos destinados a no conocer. Y 'last but not least', la desaparición de la Reina Isabel II, o el tiempo que hemos sido y nos ha hecho y desaparece con ella y ella es su metáfora más perfecta, como lo son la rosa y el aleph. Para llevar menos de un cuarto de siglo, digamos que no está nada mal y no me dejo llevar por emoción alguna. Mucho menos por el emocionalismo actual, que ha impulsado tantas horas de programas sobre la muerte de la Reina –por no hablar de tantas banderas a media asta–, hasta la extenuación. Parecía que el periodismo nacional se hubiera pasado en bloque al monarquismo, mientras cometía errores de recién llegado, uno detrás de otro.
Todo lo contrario de Carlos III, que no es un recién llegado, aunque acabe de llegar al trono. La filosofía de la espera y la ausencia de prisas han sido el tapiz institucional por donde ha deambulado mientras era Príncipe y cuidaba de la ecología y la jardinería, leía a Leopardi, pintaba acuarelas o criticaba a uno de los tótems de la modernidad: su arquitectura. En cuanto al tapiz privado, la pasión amorosa por Camila Parker ha sido el eje de toda esa vida, y ahí están Tiziano y Ford Madox Ford –El buen soldado– como cómplices.
Pero más atrás –como figuras de un coro griego– han estado algunos de sus parientes y su poderosa sombra en la consolidación de su personalidad, Mountbatten –que fue su gran apoyo aparte. A lo lejos, su tatarabuelo Eduardo VII, con quien se han pasado más de media vida –la suya– comparándolo en la espera. La Reina Victoria y la Reina Isabel tenían más de un rasgo en común y no sólo la longevidad en el trono. Basta fijarse en la elección de Balmoral como lugar donde morir y en la última fotografía de Isabel II, donde a su izquierda luce una pintura de la Reina Victoria a caballo –otra pasión de ambas–, y junto a ella el fiel John Brown, su sirviente escocés de confianza. Y como otro rasgo común puede definirse la conversión de sus primogénitos en hombres que podían reinar, pero no llegaban a hacerlo. Eduardo VII fue setenta años Príncipe de Gales y no llegaron a nueve los que reinó. Carlos III lo ha sido durante sesenta y cuatro y el tiempo dirá la última palabra sobre su reinado.
La otra sombra de Carlos es su padre, el Duque de Edimburgo, un padre duro, inteligente, sarcástico e impertinente, incapaz de entender –ya no digo aceptar– que no todos los humanos poseen la misma fortaleza ni temple. Y cuando digo fortaleza me refiero a la suya, que es la única vara de medir que tienen aquellos que se consideran por encima del bien y del mal. Y la tercera sombra es un claroscuro, pues por ella atraviesa la luz. Me refiero a su tío el Duque de Windsor, y se personaliza formalmente en su elegancia en la vestimenta –soy de los que piensan que Carlos de Inglaterra es el hombre que mejor viste de Europa– y de fondo en la fidelidad a un amor-pasión que se desarrolló entre turbulencias de todo tipo. Pero si en el caso del Duque de Windsor ese amor y sus veleidades políticas le llevaron a un dulce exilio, en el de Carlos de Inglaterra ha contribuido al hecho de sentarse en el trono. Una pasión no sólo destruye, también puede construir, como ha sido el caso de los ya Reyes de Inglaterra.
Ahora quedan las sombras del futuro, que es el presente. Una sociedad líquida, capaz de arrojar por el desagüe hechos indiscutibles durante siglos y una caótica aceleración del tiempo envuelta en palabrería disolvente. Ambas impiden la adaptación a los distintos modos de ese otro monarca, el tiempo, tan exigente como –ahora– histérico. Carlos III lo tendrá más difícil que su madre, pero ya me gustaría ver a mí a todos esos que le perdonan la vida augurándole un mal futuro verles desenvolverse entre las sombras con las que ha tenido que lidiar hasta hoy el actual Rey de Inglaterra y de las que ha salido con bien. Con la ayuda, no me cabe duda, de Camila Parker-Bowles, que tampoco supo desembarazarse de una pasión absoluta. Y si antes ha aparecido Ford Madox Ford, aquí podría hacerlo George Bataille.
¿Por qué tanta literatura? Porque, hasta donde sabemos, Carlos de Inglaterra ha sido una persona con opiniones propias, lúcidas o impertinentes –sin llegar al récord insuperable de su padre–, poseedor de una gran sensibilidad y un punto excéntrico. O sea, uno de esos tipos que a veces da la aristocracia británica. El hasta hace dos días Príncipe de Gales podría pasar por un personaje de las hermanas Mitford –uno de sus poetas preferidos es John Betjeman, del círculo de ellas– o de Evelyn Waugh, o de Anthony Powell. Tanto da. Incluso de los dibujos de Pierre Le-Tan, entre los que aparece junto a Somerset Maugham y otros refinados británicos. Y todo esto, al revés de lo que les pasa a sus críticos –tan facilones como malintencionados–, ha alegrado la vida de quienes lo llevamos observando durante décadas y consideramos que los clichés esparcidos por ahí –empezando por la debilidad de carácter– no son la realidad, que suele ser mucho más compleja.
Ahora ha llegado el momento donde esos clichés –a los que se suma su triste sosias en 'The Crown', donde la malicia de los guionistas con él parecía pagada por el republicanismo más burdo– han vuelto a la luz en forma de condescendencia y comparación con la Reina fallecida. Si antes fue la válvula de escape del blindaje de la madre –«nos metemos con él porque con ella no podemos»– ahora todo esto se ha acabado. Carlos ya no es príncipe, sino rey, y si en sus modos aparece a veces Isabel II, en los gestos de su rostro, con la edad, va asomándose Felipe de Edimburgo. Un triángulo perfecto –sin olvidar la inteligencia de Camila– para encarar las tormentas que vendrán.
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