LA TERCERA
Edwards, el intelectual valiente
«Contribuyó a través de sus ficciones, sus memorias, sus crónicas periodísticas y ensayos, pero sobre todo con su actitud, a entender el siglo XX y a enfrentar las iniquidades de los regímenes populistas y dictatoriales con valentía y lucidez»
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Nada más culminar su periodo como embajador chileno en París, Jorge Edwards decidió poner en marcha un proyecto vital mucho tiempo acariciado y que se lo confesó en Ginebra a quien escribe estas líneas. Vivir en Madrid. «Antes de hacerme viejo», puntualizó. Acababa de ... cumplir 83 años. No había asomo de coquetería en la frase ni era una boutade. Era la expresión de su vitalismo y sus ganas de continuar escribiendo y disfrutando de la vida, aunque ello significara empezar la que sería su última etapa al otro extremo de su Santiago de Chile natal, en una ciudad en la que ya había vivido por temporadas y a la que amaba quizá tanto o más que París, y donde pasó sus últimos años, con un breve interludio en el que regresó, por motivos de salud, a Chile.
En Madrid vivió y frecuentó a sus muchos amigos, los de siempre y los nuevos; paseó, dictó conferencias, continuó colaborando para la prensa chilena y española y sobre todo siguió escribiendo ensayos y novelas con la misma maestría y agudeza con la nos ofreció a sus lectores algunas de las mejores y más brillantes páginas de la literatura en español de los últimos tiempos. También se dedicó a consignar con entusiasmo sus memorias –cuyo primer volumen fue 'Los círculos morados'–, todo un valioso registro de su vida colmada de peripecias, su visión del mundo y una mirada atenta y elocuente de su tiempo, que no se había extinguido, como los leños de ese otoño que encienden a avanzada edad muchos escritores. Porque para Edwards el tiempo de la memoria y de la nostalgia no interfería con la manera con que seguía instalado en el mundo de hoy, sino que lo enriquecía, lo dotaba de una perspectiva fecunda y dúctil, como si el paso y el peso de los años no fueran más que una contingencia que se resolvía escribiendo y leyendo a sus clásicos amados, a Joaquim Machado de Assis o a Michel de Montaigne, a quien le dedicó un espléndido ensayo, a Séneca –una de sus últimas lecturas, antes de que lo sorprendiera la muerte– y a Azorín, pero también a nuevos autores, que descubría con una alegría invicta y festiva.
Nos ofreció el deleite de grandes novelas, como 'El origen del mundo' o 'El inútil de la familia', pero muchas de sus mejores obras las escribió en su madurez tardía, cuando otros escritores se encuentran ya de retirada y su potencia creadora ha entrado en el declive inevitable con que los años parecen no perdonar a casi nadie. 'El descubrimiento de la pintura' (2013), 'La última hermana' (2016), 'Esclavos de la consigna' (2018) y 'Oh maligna' (2019) son buena prueba de ello, todas escritas pasados los 80 años. La última de las mencionadas, donde reconstruye un romance tempestuoso de su viejo amigo Pablo Neruda cuando fue cónsul honorario en Rangún, hizo que Edwards acariciara la idea de viajar a aquel remoto espacio para poder recrear un episodio poco conocido de la vida del poeta más famoso de Chile. No lo arredró la vejez propia –tenía ya 86 años– sino la de los otros, amigos y contemporáneos suyos que declinaron amable y «alarmadamente» (Edwards dixit) la oferta de acompañarlo a tan largo viaje. Una pequeña decepción que sin embargo no detuvo la marcha de su novela. Leyó todo lo que podía sobre el lugar y la época y apeló a esa memoria suya enciclopédica, incombustible y prodigiosa con la que salpimentaba no solo sus páginas sino también sus conversaciones, donde sus ocasionales interlocutores encontraban un manantial inagotable de anécdotas que involucraban a los más variados personajes del mundo de la cultura, la sociedad y la política que Edwards conoció, frecuentó o trató en algún momento de su vida, desde Fidel Castro a Julio Cortázar, y de Neruda al príncipe Alberto de Mónaco. Porque Jorge Edwards fue un memorialista de excepción, un testigo y un cronista de su época, tanto como un partícipe de importantes momentos políticos que marcaron nuestro tiempo.
Por ello, al referirnos al gran escritor que nos acaba de dejar, es inevitable no pensar en 'Persona non grata', el libro que le dio fama mundial, y que opacó en parte su posterior trabajo literario, aunque por fortuna no por mucho tiempo. Ese libro, a medio camino entre las memorias y la crónica política que el propio Edwards definía como «novela sin ficción», le costó más de un disgusto y bordear el ostracismo, porque en él daba cuenta de su paso por Cuba, en 1970, como diplomático designado por el gobierno de Salvador Allende para reestablecer relaciones diplomáticas con el gobierno de la isla. Allí fue que descubrió las miserias de aquella dictadura a la que la izquierda latinoamericana y europea, celebraban con un entusiasmo que hoy nos parece sonrojante. Muchos le recomendaron que no publicara aquel libro de inmediato, pero Edwards no hizo caso porque era verdaderamente un intelectual comprometido; pero no de la manera maniquea y vergonzosa con la que con frecuencia descubrimos en esa definición a algunos intelectuales, sino de forma valiente, perseverante y lúcida. Aquel libro desnudaba las injusticias y flagrancias del régimen al que parece indisolublemente vinculado el famoso Boom hispanoamericano y supuso un cataclismo para quienes se obstinaban en cantar alabanzas al castrismo. Luego Octavio Paz y Mario Vargas Llosa se desmarcaron de la revolución cubana, pero fue el escritor chileno quien primero dio el golpe en ese mármol aparentemente lujoso del régimen cubano, resquebrajando así una de las mentiras políticas más ominosas del siglo XX.
Luego de que el régimen castrista lo echara de Cuba declarándolo persona non grata, Jorge Edwards pasó por España y fue a visitar a los Vargas Llosa, que en ese entonces vivían en Barcelona. Mientras el chileno les contaba su reciente experiencia caribeña caminaba por el salón tocando las lámparas y pasando la mano por los sofás. En un momento dado, Vargas Llosa lo interrumpió para preguntarle qué estaba haciendo. Edwards pareció darse cuenta él mismo de lo extraño de su comportamiento y contestó: «buscar micrófonos». En sus últimos años, cada vez que alguien se lo recordaba, Edwards reía al rememorar esa anécdota que revelaba hasta qué punto lo marcó su paso por la Cuba castrista, pero sobre todo reía con la tranquilidad de tener la conciencia tranquila. Sin presunción ni falsa modestia, con la actitud de un verdadero intelectual insobornable, contribuyó a través de sus ficciones, sus memorias, sus crónicas periodísticas y ensayos, pero sobre todo con su actitud, a entender el siglo XX y a enfrentar las iniquidades de los regímenes populistas y dictatoriales con valentía y lucidez.
Jorge Eduardo Benavides
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