En observación
Que no se nos vea mucho
Madrid quiere la Fórmula 1, por tener algo que no le haga falta
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Dicen en París que la torre Eiffel la hicieron para una exposición universal, con la idea de asombrar al mundo de entonces. Cosas de un tiempo que no vivimos y que se prolongó hasta finales del siglo pasado, aún señalizado por los prodigios que ... aquí y allá, en forma de pabellones o estadios, muchos de quita y pon, dejaron ferias de muestras y juegos deportivos como los celebrados de Osaka, Bruselas, Montreal o Múnich. El pabellón Philips de la capital belga, la música compuesta por Kraftwerk para la Expo de Hannover, la remezcla de disciplinas artísticas que presentó Pepsi en Japón, el grafismo creado por Otl Aicher para los Juegos de 1972 o la fanfarría de John Williams que sonaba en el estadio olímpico de Los Ángeles son monumentos de otra era, vigas de acero de una torre Eiffel que tocó techo hace mucho.
Ahora que Madrid se pone a dibujar sobre plano el circuito de un gran premio de Fórmula 1 –«el impacto económico va a ser de 450 millones», «esto nos va a terminar de situar en el mapa del turismo internacional»–, conviene examinar con el máximo rigor el cambio de significado, si no la caducidad, de una estrategia promocional que de artística pasó a comercial –los Juegos de Coca-Cola en la Atlanta de 1996– y que tras el ensayo general de Moscú '80, utilizado por la URSS para camuflar sus pezuñas totalitarias bajo el peluche del osito Misha, Zhang Yimou sublimó en Pekín como ejercicio de montaje tridimensional, distracción y lavado de imagen política.
¿Para qué quiere a estas alturas un país medianamente respetado y respetable organizar nada y meterse en un fregado del que no va a sacar nada en limpio? Eso queda ya para las satrapías datileras o bananeras que necesitan revocar su fachada, con balcones a una calle occidentalizada a base de cartón-piedra. La procesión va por dentro de la misma manera que los coches de la Fórmula 1 van por fuera. Ahora se los quieren traer Madrid, quizá la única gran ciudad de nuestro entorno que sin haber organizado una Expo ni unos Juegos Olímpicos, sin pasar de remover con la cucharilla una «relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor», ha sido capaz de darse a conocer y venderse sin alardes estructurales, hasta saturarse de curiosos, turistas en el argot de los profetas del impacto económico. Hay que tener ganas de montar un pifostio que con la libertad de movimiento y el campo de visión e interpretación que permiten los nuevos canales de comunicación –ingobernables, salvo en el Pekin de Zhang– lo más que puede aportar es mala imagen al anfitrión, para más inri sacudido por las corruptelas, los sobrecostes y las resacas especulativas que suelen definir este tipo de fastos.
Siempre nos quedará París para comprobar cómo sobrevive una ciudad aparentemente normalizada –sin nada que ganar y con mucho que tapar, por la parte de las vergüenzas, y que perder– al impacto de unos Juegos –aquí vale un Mundial de Fútbol masculino o cualquier parranda de alta gama– que a estas alturas solo un régimen autoritario, bananero o datilero, nos gusta la fruta, puede llegar a controlar y atar en corto para rentabilizar sin interferencias su inversión en respetabilidad. Para qué la Fórmula 1, teniendo el Navibus y las escaleras mecánicas del Primark.
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