EN OBSERVACIÓN
Sánchez y Alvise, habas partidas
El cultivo del radicalismo garantiza la adhesión a las causas perdidas
Sor Ye-Yé, Draghi y también Bergoglio
Y ahora, el paquete
Cuando el pasado jueves difundió su 'vídeo a la ciudadanía', Alvise Pérez no pudo ponerse tontorrón y blandengue con el tema del amor, resorte de la compasión en causas perdidas y sanchistas. Ayer supimos que su novia lo había dejado dos meses atrás. «Admiro ... y respeto profundamente a mi expareja, un hombre como pocos, al que siempre querré muchísimo», escribe la modelo sevillana en las mismas redes sociales en las que medra el ahora eurodiputado. Dejando a un lado sus diferentes hechuras –Pedro Sánchez está más bueno que Alvise, de aquí a Lima–, la estrategia compartida por los dos políticos responde a una concepción del poder que pasa por tratar como imbéciles a sus partidarios. Por carta o por vídeo, Sánchez y Pérez –el primero enamorado; compuesto y sin novia el segundo– tratan de sobrevivir a costa de la racionalidad de sus respectivos públicos. Cuanto peor, mejor.
Fue Donald Trump el que con precisión balística se refirió a esta forma de relación entre el líder y su claque de electores. «Tengo a la gente más leal. ¿Alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida, disparar a la gente y no perdería votantes», aseguró en 2016. «Podría comprarme un chalé en Galapagar, colocar a mi novia de ministra y no perdería votantes», pensó más adelante Pablo Iglesias. La forma condicional del verbo 'poder' –podría– se sostiene en ambos casos, como en los protagonizados luego por Alvise y Sánchez, sobre la base de un cuerpo electoral previamente corrupto por su docilidad y entrega, cualidades de toda cabaña ganadera atemorizada por el lobo que cada cual utiliza como espantajo. Iglesias debutó en las urnas con unas papeletas identificadas con su propia cara, papel y cemento, el líder de Se Acabó la Fiesta comanda una formación monovolumen y Donald Trump ha hecho del Partido Republicano de Estados Unidos poco menos que la respetable marca comercial de lo que hoy es una secta. Pedro Sánchez –«Podría sacarme el título de doctor sin dar palo al agua»– conoce bien el paño, que no es otro que el del extremismo: cuanto más rendidas a sus encantos y radicalizadas estén sus bases, menos capacidad tendrán para la reflexión y la crítica. El lobo, qué gran turrón.
El premeditado aire naíf de las cartas con que el presidente del Gobierno apeló la pasada primavera a la sensibilidad de sus fieles –nunca a una supuesta ciudadanía que, madura y bien formada, representa la mayor amenaza para cualquier liderazgo pastoril– es muy similar al que subyace en las confesiones videográficas del eurodiputado Alvise. El exnovio de la modelo, «un hombre como pocos», no pasa de ser un emprendedor marginal del sector del radicalismo, con sus pagos en B y sus miserias de autónomo. Encima no está bueno. Pedro Sánchez, en cambio, no ha dejado de cultivar la semilla de la cizaña y el miedo desde el PSOE, partido cuyo aparato le proporciona una base estable de votos y cuya incondicionalidad –mérito suyo– le garantiza la inmunidad de la que hablaba Trump, a tiros por la Quinta Avenida. Que Sánchez invoque a la misma ciudadanía a la que trata de sustituir por borregos es la misma tragedia, aún inconclusa, que Alvise reduce a sainete.
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