EN OBSERVACIÓN
'Pedro Sánchez', una novela del XIX
José María de Pereda firmó en 1883 un relato de aire galdosiano del que reproducimos una serie de extractos
El de los dos DNI era Pedro Sánchez
Pablo Bustinduy en el planeta de los simios
Despáchese con un poco de pirotecnia que deslumbre y haga ruido; hunda el arma hasta la empuñadura o sacuda el incensario hasta que se acabe el mundo (...) Comience usted por dividir las obras que examine en dos grandes grupos: las de nuestros amigos y las de «los otros» ... .
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Entonces, de repente, me acordé yo de que era Pedro Sánchez (...) ¡Oh, ¡qué grande volví a verme en aquel momento! ¡Qué borrachera de ideas tumultuosas y revolucionarias! (...) ¡Con qué facilidad podría yo inflamar aquel reguero de pólvora y convertir en mar embravecido lo que ni siquiera había llegado a lago turbulento!
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A lanzar iba la primera palabra cuando el presidente, pluma en mano, me interrumpió diciéndome:
—Sírvase declarar su nombre el ciudadano que va a hablar.
A lo cual respondí yo, con voz sonora y ademán altivo:
—¡Pedro Sánchez!
No bien lo dije, cuando el rumor de la sala se trocó instantáneamente en bramidos de entusiasmos y en estruendo de palmadas. La batalla estaba ganada, el campo era mío. Podía cortar, herir y machacar donde quisiera. Y así lo hice.
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Engreíase mi mujer viéndose centro esplendoroso de astros tan resplandecientes, y correspondía a los honores que de esta manera se tributaba a su «buen tono» excediendo en lujo a la más encopetada.
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Ya no se andaban los periódicos, lo mismo los situacioneros que los otros, con paños calientes. Declaraban que jamás, ni aun durante las más inmorales administraciones, había habido en aquella capital un desgobierno más completo, una falta más absoluta de policía y de pública moralidad.
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Hombres que al principio me escuchaban como a un oráculo y hacían de mis palabras evangelios que predicaban luego a los demás, se me acercaban recelosos y descontentos; y me daba más que pensar lo mucho que parecían callarse, que lo poco y turbio que me decían. Sospechaba yo que en el partido que allí me apoyaba cundía la desconfianza.
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Maldigo aquellos días en que, a la falsa luz de tu pasión de artificio, lograste que te creyera capaz de hacerme venturoso entregándote confiada a mí para correr juntos los riesgos más comunes de la vida. (...) Mis efímeros triunfos, mis afortunadas locuras, cuanto he sido, cuanto valgo (...); todo te lo he sacrificado gustoso..., todo ha sido para ti. ¿Y qué me has dado a cambio? Unas horas de brutal embriaguez, mientras tus insanas ambiciones no hallaron el menor obstáculo que las resistiera; un infierno de torturas desde que te convenciste de que no me hallaba dispuesto a sacrificarte también la vergüenza y el honor, cuando lo necesitaras para pedestal de tus vanidades.
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