En observación
Hombre del año 2024
Si Taylor Swift fue la persona de 2023, Puigdemont no tiene rival en este 2024
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Eligió el mes pasado la revista 'Time' a Taylor Swift persona del año en una designación cuya aparente frivolidad resulta útil para hacernos una idea bastante aproximada de cómo está el mundo, sin otra cosa más presentable que llevar a portada desde el campo ... de la política, el arte o la ciencia. Aquí teníamos a Eva Amaral, que se sacó una teta en el escenario, la pobre; a Jenni Hermoso, que se sacó una agresión sexual de la manga; a la alcaldesa de Maracena, que se metió en 'Los Soprano', a la jefa de protocolo de Ayuso, que se quitó de encima al avatar de Pedro Sánchez según se le puso a tiro, o a Macarena Olona, que me metió en un puticlub. Meter, sacar, quitar. Teníamos banquillo.
A toro pasado, por méritos propios o deméritos ajenos, cual es el caso de Taylor Swift, no es demasiado complicado elegir a la persona del año, hombre del año en tiempos recios y heteronormativos. Es necesaria cierta clarividencia, en cambio, para señalar a quien va a protagonizar el año que empieza, y que en 2024, bisiesto, no va a ser otro que Carles Puigdemont. Meter, sacar, quitar. Aquí siempre habíamos tenido banquillo, con Marchena al fondo.
Como Taylor Swift, el declarante independentista será nuestra persona del año mayormente por deméritos ajenos, los de Pedro Sánchez, pero sin pasar por alto sus virtudes como hombre perseverante, corregidor y traductor de cualquier manual de resistencia y encarnación de una valentía que a menudo se le ha negado por el episodio del maletero y su acelerada fuga a Bélgica. ¿Cobarde Puigdemont? Cobardes fueron los que lo dejaron solo.
Cuando se declara una cosa tan gorda como la independencia de un territorio, lo que hace la gente de desorden es echarse a la calle y al monte y arramplar con todo, meterle fuego a lo más sagrado y no dejar títere con cabeza, para que se note de lejos y resulte irreversible desde cualquier punto de vista. Aquellos cientos de miles de domingueros, si no millones, eso decían los convocantes, que llenaban el centro de Barcelona cada vez que tocaban Diada y diana fueron, y no Puigdemont, el eslabón perdido de una cadena de canguelos que se rompió por la parte del broche y el muelle, gente pusilánime que pretendía que se lo dieran todo hecho, como el que pide comida preparada para que se la lleven en patinete o bicicleta. A Puigdemont lo dejaron solo con los encapuchados de su grupo Wagner, triste Prigozhin de un Tsunami de mercenarios. Esa españolidad del que se queda en su casa, sentado sobre sus propios huevos, cuando llega el momento de cerrar la puerta por fuera es lo que sentenció, por blandos, clases pasivas, a quienes no cumplieron su parte del trato, que no era otra que echarse a las avenidas de Barcelona y secundar el arrebato de quien que como autoridad competente hizo todo lo que pudo y más para liberarlos de España y su Rey.
Según renegocia su regreso, conviene no olvidar la gesta de Puigdemont, que se tuvo que ir como consecuencia de un masivo gesto de cobardía y que paradójicamente espera reencontrarse con el pueblo que lo dejó tirado, ahora a resultas de otro magno ejercicio de cobardía, debilidad humana conocida como cambio de opinión.
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