EN OBSERVACIÓN
Cuentecillo navideño del rey sin corte
Desde su ascenso al trono, diez años llevaba el atribulado monarca sin atreverse a ennoblecer a nadie
Marisa Paredes en el 'reality' del muro
Los juguetes adelantan por la izquierda
Érase una vez un reino cuyas gentes vivían tan enfrentadas, salpicadas de fango, atronadas por el ruido, que el rey no se atrevía a conceder títulos nobiliarios a ningún súbdito que hubiera merecido la máxima consideración para en adelante servir de ejemplo y modelo de ... virtudes al resto de la nación, a la que falta le hacía contar con un cuerpo estable, si no de aristocracia, de meritocracia y nobleza, en su primera y más pura acepción. Enfrascado en una secular riña a garrotazos y escupitajos, emborrizado en una charca a la que cada bando, mitad y mitad, accedía por orillas distintas, el pueblo practicaba el innoble arte del prejuicio sumarísimo para descalificar a todo aquel que cojeara de un pie distinto al que determinaba su osamenta ladeada. Ni siquiera valían los que aparentemente caminaban sin altibajos y mantenían el tipo: para unos u otros, todos eran sospechosos de tara hasta que no se demostrase lo contrario. Sobraban las radiografías.
El rey sin corte no se atrevía a proponer a nadie como dechado, no fuera a irritarse la mitad de sus súbditos. Lo que en él era precaución y prudencia se había convertido en la persona de su valido –mi persona decía de sí mismo– en todo lo contrario: no se cansaba el primer ministro, un buscavidas sin palabra, de soliviantar a la mitad de la nación a partir del elogio sistemático y nada inocente de cualquier prohombre –promujer por lo inclusivo– que destacara no ya por su cojera sistémica, signo de distinción y seña de identidad, sino por las patadas que con su pierna buena propinaba a los del otro lado del muro y la charca. La soledad del rey sin corte contrastaba con la tropa de lisiados, todos cortados por el mismo patrón motriz, que su valido subía a los altares de la excelencia. Vivos o muertos.
El rey sin corte preparaba su tradicional mensaje de Navidad cuando, como a cualquiera por las mismas fechas, le dio por recordar los buenos momentos vividos a lo largo del año, hasta detenerse en las figuras públicas a las que en tiempos mejores hubiera ennoblecido por su inapelable servicio a la nación. En palacio olía a pan frito, quizá picatostes para el caldo, pero no estaba el horno para bollos. «Aquel tenista que tan alto, tantas veces y con tanto orgullo levantó por el mundo la bandera; aquel juez que hizo del escrúpulo su máxima para aplicar la misma ley que un día tuve que salir a defender...». No quiso seguir haciendo memoria el rey sin corte, prudente y sacrificado. «Total, ¿para qué?», se dijo. «Hay personas interesadas en que el enfado crezca», había confesado en una reciente y convulsa salida de palacio.
Como a cualquiera por las mismas fechas, al rey sin corte también le dio por acordarse de la familia, y de los títulos nobiliarios, tampoco muchos, que su augusto padre había concedido durante su reinado como recompensa al servicio prestado a la patria por algunos hombres más o menos buenos, ninguno de los cuales hubiera pasado, por hache o por be, el filtro que licua el fango que hoy nos reboza y envenena. Al rey sin corte no le afligía su impotencia, sino la condición de un pueblo al que ni siquiera podía proporcionar una galería de espejos donde mirarse, o de retratos al natural con los que medirse.
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