EN OBSERVACIÓN
Ahumados selectos
Si los árboles no dejan ver el bosque, el humo impide contemplar el fuego
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En Canadá se ha quemado ya el equivalente a la suma de las dos provincias de España más extensas, Badajoz y Cáceres, una pérdida de masa arbórea sin precedentes en uno de los mayores pulmones forestales del planeta. El titular de la noticia, en ... cambio, depende del humo que llega o no llega a Nueva York, donde el cielo se pone naranja para solaz de turistas y observadores a distancia de la pararrealidad audiovisual. Si los árboles no dejan ver el bosque, el humo impide contemplar el fuego. A un tonto le señalas un extintor y se pone a pensar en la fiesta de la espuma.
El humo es al ojo lo que al oído el ruido –término definitorio de la legislatura que acaba– que hace Pedro Sánchez cuando le mete gas de mitin a la moto de su economía, Mobylette rectificada que suena como un pepino y que lleva de paquete el mismo régimen clientelar que fracasó en Andalucía y cuyo proceso de reversión regional coincide con el proyecto de hacerlo extensivo al resto de la nación.
El humo es la distracción y la voluta, la mampara y el biombo que esconde lo esencial y lo que arde. Nueva York siempre es metáfora de algo, pero la humareda es más que una figura retórica en la España del ruido, de la transición ecológica y digital hacia la nube que iba a supervisar Zapatero antes de meterse a mediador y promotor, a ti qué más te da, de problemas de convivencia. Ahumados Domínguez, o Ahumados Sánchez.
El humo es la mentira que aventan los gestores de la confusión; es Albares diciendo que «Europa espera el liderazgo de España»; es Escrivá asegurando, sin dinero para pagar las pensiones, que detecta «una gran confianza, una gran tranquilidad y mucha certidumbre sobre el desenvolvimiento económico», y es Rodríguez, portavoz y ‘tiraboleira’ del sanchismo, sugiriendo, también ayer, que la exhumación de restos en la basílica del Valle de los Caídos responde no más que al derecho de sus familiares a «tener enterrados a sus muertos donde deseen y poder llevarles flores cuando deseen». Lo mismo que con Franco y José Antonio. En cualquier liturgia se quema incienso para procurar el trance. Ponerse ciego –o asalmonado, anaranjado como el cielo neoyorquino– no es aquí opción, sino consecuencia.
Como el dinero público de Carmen Calvo, el humo que huele a chamusquina no es de nadie, sino patrimonio nacional. En la niebla del lenguaje inclusivo y desdoblado –tío/tía, por elevación– con que trató de tapar sus vergüenzas, Podemos omite de su diccionario apócrifo y afeminado el término que mejor lo identifica, delincuenta, extraído de una copla de Veneno («Me junto con toda clase de delincuentes/ a veces comen en frío y otras en caliente»). El certificado de penales, las colas del hambre.
La máquina de humo artificial que utilizaba en sus conciertos y provocaba alergia a Bunbury –cante de humareda– lo llena todo y a todos confunde. Ahí está el PP, teórico del conflicto ajeno, echando un ascua a la lumbre en la que se quema Podemos y olvidando que precisamente fue la metodología insurreccional del partido de Iglesias, con gran aparato callejero, la inspiración para sacar de su despacho a Pablo Casado. Como Ferraz –«La mejor España» tienen ahora en cartel–, Génova es Galapagar con más humos.
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