LA TERCERA
El gesto
«Forma parte de nuestra condición cultural que no solo nos ocurren cosas, como ser manteados o que nos tiren de las orejas, sino que las experimentamos de acuerdo con el parecer de otros. Esa puerilidad se encuentra en los sitios y en las personas más insospechadas»
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¿Es el manteamiento un abuso? Más aún, ¿es acaso un castigo vejatorio, doloroso e inhumano? Eso mismo debió de pensar Sancho Panza cuando recibió de «gente alegre, bienintencionada, maleante y juguetona» un tratamiento similar al que se daba por entonces a los perros. El ... infatigable Francisco de Goya nos dejó testimonio visual del modo en que las mozas madrileñas se entretenían manteando un monigote. En uno de sus Caprichos, y quizá para enfatizar el mensaje, el manteado se abraza a lo que parece ser un burro. Junto con los testimonios de la literatura y la pintura, la tradición oral nos ha permitido conocer algunas de las letrillas, claramente ofensivas, con las que las majas acompañaban aquellos desahogos: «Estaba el pelele, muy empelelao, se tienta lo suyo, lo tiene arrugao, le da con el dedo, lo quiere bullir, y el pobre pelele se quiere morir».
Todavía hoy, el manteo forma parte de una práctica en la que los subordinados se divierten poniendo la autoridad patas arriba. De ahí que muchas celebraciones deportivas acaben con el entrenador volando por los aires. Como en el caso de la escena descrita por Cervantes, la idea es la misma; personas alegres, juguetonas y bienintencionadas, algo maleantes, se divierten zarandeando al jefe. Eso sí, lejos de acabar fatigado, y suplicante, el manteado vive el castigo con el mismo estoicismo con el que soportaría un tirón de orejas el día de su cumpleaños; un gesto que poco tiene que ver con el mismo tirón de orejas con el que algunos profesores castigaban no hace mucho tiempo a sus alumnos.
En la historia de la humanidad abundan, en efecto, los gestos y las experiencias cuyo significado es claramente contextual. El mismo hecho puede describirse e incluso vivirse de manera diferente dependiendo de las circunstancias. Forma parte de nuestra condición cultural que no solo nos ocurren cosas, como ser manteados o que nos tiren de las orejas, sino que las experimentamos de acuerdo con el parecer de otros. Como el niño que se ha caído y que desde el suelo mira a sus padres para saber si se ha hecho daño, así también sucede que esa notable falta de criterio, esa puerilidad que no termina por decidirse entre la risa, la nada o el llanto, se encuentra en los sitios y en las personas más insospechadas. La literatura nos ha dejado innumerables ejemplos. En 'La Cartuja de Parma', la famosa novela de Stendhal, Fabricio, que ha seguido a la Armada de Napoleón por toda Francia, solo adquiere conciencia de la batalla en la que acaba de tomar parte cuando lee la historia en los periódicos. El joven recordaba el ruido de los cañones y el olor de la carnaza y de la sangre. Incluso le parecía haber distinguido entre la bruma al mismísimo emperador montado en su caballo blanco, pero necesita de los otros para construir su relato. No duda de sus sentidos. Simplemente espera a que alguien le explique cómo debe interpretarlos. Durante días se comporta como el pequeño que no sabe si compungirse o resignarse. Tenía razón Adam Smith cuando definió la conciencia como la interiorización de la norma social. En menos de lo que dura un segundo sabemos si nos hemos hecho daño con tan solo mirar la cara de quienes nos importan, con independencia casi por entero del tamaño de la herida.
Esta forma colectiva en la que valoramos de manera diferente el mismo hecho dependiendo de las circunstancias, tiene una importancia manifiesta en lo que podríamos llamar la historia universal del menosprecio. Al examinar las causas de la ira, Aristóteles sugería comenzar por pasar revista a las formas más comunes de humillación. La piedra con la que tropezamos nos duele, desde luego, pero no nos sentimos ultrajados por ella. La paloma que nos ensucia nos irrita, pero no nos ofende. Solo un niño maleducado descargaría su ira pateando la piedra con la que tropieza; solo un idiota clamaría venganza contra la paloma que nos enmierda o la lluvia que nos moja. En esto el sabio griego tenía razón. Incluso emociones tan primarias como el deseo o el asco dependen de patrones aprendidos y de historias prestadas. Para algunos, nada más humillante que ser abofeteado con un guante. Para otros, nada peor que ser tachado de cobarde.
Para los antiguos griegos, lo que nosotros llamamos «violación» no era más que un robo, de ahí que ni siquiera dispusieran de una palabra específica para esa forma de violencia. En nuestros días, un pequeño beso, un ósculo, puede muy bien ser una agresión sexual. Para los antiguos romanos, sin embargo, que acuñaron el término, el ósculo era un signo de afecto que carecía de connotaciones libidinosas. «Se da un 'osculum' (beso) al hijo, un 'basium' (beso) a la esposa, y un 'savium' (beso) a la puta», escribía Isidoro de Sevilla en sus 'Etimologías'. Una distinción sencilla si no fuera por la dificultad que se plantea a la hora de distinguirlos. Mientras aquellos aquejados de una cierta virtud empírica discutirán, por ejemplo, el papel de la saliva o de la lengua, otros tantos, los más nominalistas, concluirán apresuradamente que el tipo de beso depende del destinatario, como si no fuera posible darle un 'osculum' a una puta o un 'savium' a una amiga. Habrá incluso quienes querrán ver formas ritualizadas en los besos no libidinosos, y maneras más espontáneas en los arrebatos sentimentales. Nada más falso.
Como en el caso del manteamiento o del tirón de orejas, el mismo gesto puede conducir a experiencias al mismo tiempo distintas e indistinguibles. Mantear a Sancho o a Guardiola puede parecer lo mismo, pero el primero sufre y el segundo disfruta. En ambos casos, su experiencia no depende del tamaño de la manta o de la altura que alcanza su cuerpo, sino del significado contextual que configura la experiencia. Para Sancho es una afrenta; para el entrenador, una victoria. Arriba en el aire, entre el cielo y la tierra, cada cual mira a su alrededor, como el niño que busca en el rostro de sus padres la respuesta a la duda de si será aconsejable llorar en este caso. La respuesta, por supuesto, está en la grada. Salvo en el caso de los más valientes, es el gentío el que al final determina la cualidad de la experiencia; es el periódico el que le hace saber a Fabricio que la suya ha sido una experiencia no solo de la guerra, sino de la más grande de todas las batallas conocidas hasta la fecha.
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