Una Raya en el agua
De Nativitate
La Navidad nos devuelve a la pureza de la niñez, al tiempo en que los mayores nos hicieron creer que el mundo era perfecto
El cuerpo del delito
Teoría del ataque preventivo
Et vetus in pacem vertitur ira novam
Este año se produjo en Valencia un cierto debate sobre la oportunidad de encender la iluminación navideña. Se puede entender; la catástrofe está muy cerca y con tanta tarea pendiente de reconstrucción y de limpieza es lógico que ... algunas o muchas personas consideren que no está el ambiente para fiestas. Sin embargo, esas luces no son sólo una invitación al consumo –que en cualquier caso resulta necesario para que la economía florezca– ni mucho menos una exaltación de la opulencia que sería, en efecto, irrespetuosa para las víctimas de la tragedia. Son una metáfora de la llama de Adviento, la vela que conmemora en nuestras casas y en nuestras mesas la llegada a la tierra del Dios del perdón con su mensaje de renovación ética. Son la alegoría de una promesa de redención que ha adquirido un carácter universal por encima de religiones o ideas. Y late en ellas la fuerza de una tradición histórica sostenida en torno a un símbolo de inocencia.
Para celebrar la Navidad no es necesario ser católico, ni siquiera cristiano. Basta con sentirse concernido por el patrimonio moral incrustado en una cultura de valores humanitarios. La fe refuerza el sentido de pertenencia a una comunidad espiritual unida por lazos de origen sagrado, pero el relato central de esta efeméride está abierto a cualquier ideal abstracto donde quepa la voluntad de descubrir un refugio contra el desamparo, una referencia frente al extravío o la soledad, una esperanza ante el fracaso. Ahí nos encontramos, en ese rito amable de intimidad familiar, en ese paisaje de afectos cálidos, en ese acogedor legado de refinamiento iconográfico, en ese rescate emocional de los años perdidos que nuestros padres acunaron con su abrazo. En esa tregua del dolor, de la suerte torcida, de las noticias tristes, del destino ingrato. Incluso en la ausencia evocada de quienes se fueron quedando al paso implacable de los años.
La Navidad nos devuelve a la pureza de la niñez, al tiempo ingenuo en que los mayores nos hicieron creer que el mundo era perfecto. Más allá del derroche, de la superficialidad, de la alegría impostada o de la escenografía del exceso, estos días abren un paréntesis de reconciliación con nuestros defectos y nos empujan a mirarnos por dentro en busca de la postergada memoria de los sentimientos. Seamos o no capaces de reconocerlo, en esa pequeña liturgia doméstica habita el eco de nuestros mejores recuerdos, guardados en el fondo del alma como un misterio de la conciencia protegido por un código secreto. Y algo debe de haber en esa clave interior, algo muy profundo y muy intenso, capaz de convocar al mundo entero a una pausa de ternura, de entendimiento, de comprensión o de sosiego. No importan unas luces de más o de menos; se trata de la esencia, de los fundamentos de una conmemoración espiritual que saca de nosotros lo mejor que tenemos.
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