una raya en el agua
La lógica del reo
Con su sistemática limpieza de datos, el fiscal general ha borrado también los últimos restos de respeto por su cargo
Queremos tanto a Trump
El árbitro casero
Para estar obligado a promover la acción de la justicia, como reza el artículo primero de su Estatuto Orgánico, resulta un poco raro que el fiscal general procediera a un borrado masivo de datos justo el día en que el Tribunal Supremo decidió investigarlo. ... O que eliminase la cuenta de correo y entregara a la UCO un móvil recién cambiado y vacío de mensajes, por si acaso. Claro que lo de verdad extraño es que el titular del Ministerio Público esté imputado, se niegue en redondo a renunciar al cargo –el Gobierno no lo puede cesar excepto por causas tasadas entre las que el legislador no previó este caso– y se enfrente a una causa donde la acusación está sometida a su mando jerárquico y la defensa letrada la ejerce la Abogacía del Estado.
Por lo demás todo es normal; lo primero que hace cualquier sospechoso que se sabe objeto de una indagación policial o judicial es limpiar el contenido de su teléfono. Diligencia especialmente útil cuando el motivo de la pesquisa consiste en obtener indicios de una eventual revelación de secretos. Entra dentro de la lógica que un reo se resista a dar facilidades para su propio procesamiento, sobre todo si conoce por dentro y a fondo los trucos y entresijos del Derecho. Lo que ya parece algo más chocante es que haya utilizado como pretexto un presunto protocolo sobre protección de información reservada de cuya existencia no tiene noticia el resto de sus compañeros. Misterio, misterio.
Las mentes malpensadas tienden a colegir que lo que Álvaro García Ortiz trataba de preservar no era, o no sólo, documentación confidencial de la Fiscalía. Que los dispositivos expurgados podían contener testimonios de conversaciones orales o escritas con interlocutores a los que no conviene situar en situación comprometida. En las altas esferas gubernamentales hubo muchos cambios de terminal, incluido el del presidente, en esos agitados días que el instructor del sumario intenta reconstruir en busca de pistas. Le va a costar porque no encuentra ninguna voluntad colaborativa. Y puede suceder que nunca lo consiga. Aquella frase de González sobre el GAL –«no hay pruebas ni las habrá»– se ha convertido en un recurso tópico de la política.
Pero al fiscal, acabe o no exculpado, también le va a costar bastante salir de esta oscura peripecia con su reputación ilesa. Su apariencia de imparcialidad ha quedado arrasada y su presunción de inocencia lesionada por la inevitable conjetura de una posible destrucción de pruebas. La renuencia a dimitir le ha granjeado el general rechazo de sus colegas de carrera, espantados en la medida que el escándalo les afecta. La confianza interesada de Sánchez es el único soporte con que cuenta, y no sería el primer colaborador estrecho en perderla –puede preguntarle a Ábalos– cuando las cosas se ponen feas. Sólo él podrá saber, y no ahora, si este ejercicio de ciega obediencia merecía la pena.
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