la tercera
Hogar
Hay una pretensión en el amor de ser imperecedero, porque solo así es hogar, solo así va en serio. De Penélope y Odiseo a Marge y Homer Simpson ha habido un sinnúmero de epopeyas del hogar

Decía Robert Frost que el hogar es ese lugar al que, si vas, siempre tienen que abrirte la puerta. Nuestra frágil condición y nuestras imperfecciones infinitas exigen un proyecto así para que la vida sea digna y buena. No importan las exigencias que acumulemos en ... el debe de madres y padres: el principal fue, es y será ofrecer a los hijos un modelo de hogar que ellos puedan replicar posteriormente. Lo que hace Guido Orefice, el protagonista de 'La vida es bella', para su hijo Giosuè es justamente eso, continuar un hogar en el infierno; y aunque se dice menos, lo mismo sucede en cuanto al amor erótico, que es, pasado el subidón inicial y en un amplio sentido, un proyecto de hogar.
Un hogar empieza por dos personas que santifican la vida cuidándose bajo cualquier circunstancia. Permanecer juntos y luchar espalda contra espalda sea lo que sea que venga; casi todos aspiramos a algo así, conscientes como somos de lo cruenta que es la batalla. En esencia, el hogar no es un sitio, mucho menos una unidad socioeconómica: es una praxis existencial y amorosa. Los principios son la cimentación; las paredes, la admiración mutua; el cuidado, el techo; y la ternura el fuego que crepita, nos calienta y nos alumbra.
Ahora que culebrea la cuestión del 'mérito', digamos cuánto importa que nuestra media naranja nos ame sin merecimiento. Ahí está realmente la gracia de ser amado: cuando nos aman por altos, guapos y listos es casi una reducción al absurdo, una conclusión lógica en la que no hay salto de fe ni vuelco de corazón ni grandeza. Amar con esfuerzo: el pico y pala del amor es su porción más noble y su tuétano. Por alguna extraña razón, alabamos más el amor que sin más sucede, el enamoramiento, los disparos de Cupido; pero no hay nada mayor que querer querer, y amar todos los yoes del otro sin que sobre ninguno. «El amor es un poder que produce amor», dice Erich Fromm en su clásico sobre este asunto.
Vivir es harto complicado sin este mundo nuevo que amando creamos. Sabemos demasiado sobre nuestras vidas, su caducidad, sus oscuridades, sus sufrimientos. Buscamos oquedades cálidas que pintar con nuestras alegrías y tristezas, un espacio acotado y embellecido donde arda precisamente una hoguera. Y así nomadeamos entre hogares, saltamos como de oca en oca, y nada más salimos del hogar de nuestros padres, lo sepamos o no, ya estamos buscando uno nuevo. Memoria aterida de las cavernas: el mundo ya no es tan amenazador como lo ha sido durante casi toda la existencia humana, pero lo sigue siendo en nuestro sentimentales términos, porque el alma no olvida.
Si queremos que nos deseen no es tanto por el deseo en sí, sino porque el deseo acoge, es un signo de relevancia. Tenemos que importarle mucho a alguien para decirnos: «He vivido». Más allá de lo prosaico, el sexo es una curiosa danza que escenifica nuestra mortalidad anhelante; nuestro primero y último deseo es el de 'compañía'. En cambio, la posmodernidad ha desconectado el deseo del hogar, convirtiéndolo en un afán gimnástico y autopropulsado. Si se nos ha convencido de esa desconexión es por motivos eminentemente comerciales; hay más cosas que vender a un amante voluble, sobreexcitado y autorrealizado que a un cónyuge comprometido. ¿El resultado? Mucho intercambio, escaso vínculo.
En 'Casa de muñecas', de Ibsen, Cristina, viuda, ha de trabajar de sol a sol para su madre y sus hermanos. Y cuando eso se acaba, le dice la protagonista, Nora, «¡qué alivio debes sentir!», a lo que ella replica: «No, Nora, lo que siento es un vacío inmenso. ¡No tener a nadie a quien consagrarse!». Nos quedamos en nada sin nuestras consagraciones. El tiempo no dedicado es tiempo que fluye sin importancia, sin 'gravedad' alguna. Hay muchos menesteres en los que nos viene bien aligerarnos; no así en el núcleo de nuestra existencia, en la cuerda de sentido que nos ata a la vida.
Hay gente que cuando oye hablar de los 'deberes conyugales' da un respingo. Hay razones para ello; hubo un tiempo en que significó, en parte, sometimiento sexual al hombre de la mujer casada. Pero ni fueron solo en esa dirección ni fueron esos todos los deberes conyugales; y estos todavía existen. Escribe Aaron Beck, padre de la terapia cognitiva y poco sospechoso de agente secreto del patriarcado, en 'Con el amor no basta': «Su cónyuge es su pariente más próximo y tiene derecho a contar con usted como aliado, sostén y paladín declarado». De esto no se habla, porque no vende perfumes, lencería ni viajes románticos; pero es la trama moral de nuestros amores. De nuevo: va en ambas direcciones y tiene contenidos idénticos, de ahí que Beck añada que «es importante que esas funciones 'institucionales' del matrimonio se cumplan con reciprocidad, sensatez y justicia».
Hay una pretensión en el amor de ser imperecedero, porque solo así es hogar, solo así va en serio. En 'Cosa de risa', William Saroyan nos cuenta la terrible historia de Evan y Swan, la infidelidad de ella, su muerte: «Entonces, ¿qué establecía de forma más definitiva el hecho de que se amaran el uno al otro? ¿No era el que ambos creyeran que era un sentimiento que debía prolongarse indefinidamente, para siempre […]? ¿No era eso lo que había convertido su amor –convertido ese sentimiento– en definitivo y lleno de sentido?». En eso estamos cuando estamos lúcidos, porque «todo el mundo necesita un lugar en el que descansar | todo el mundo quiere tener un hogar | da igual lo que diga la gente | A nadie le gusta estar solo». Así lo canta Bruce Springsteen en 'Hungry Heart', una canción tristísima sobre la historia más repetida del mundo: la del desprecio de lo bueno por la excitante tentación de lo nuevo.
De Penélope y Odiseo a Marge y Homer Simpson ha habido un sinnúmero de epopeyas del hogar. Esta ha sido la historia corriente de innumerables amores: construir y conservar un espacio ético y sentimental que acoja a dos o más seres humanos que no se quieren porque se necesiten, sino que se necesitan porque se quieren. También lo sabían los Beatles. Desmond tiene un puesto en el mercado, Molly es cantante en una banda. Desmond le dice a Molly: «Nena, me gusta tu cara», y Molly le coge la mano y le canta: «Ob la di- ob la da, la vida sigue, como sigue siempre la vida». En un par de años Desmond y Molly Jones construyen «un hogar, dulce hogar, con un par de críos corriendo por el patio». Y eso es todo.
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