LA TERCERA
Remigración y deportación
«No es progresista crear ciudadanías fragmentadas que erosionan los principios constitucionales del Estado, como en Europa. Tampoco es xenofobia controlar las fronteras, como plantea Trump, regulando los flujos migratorios de manera racional»
Sácate el saco
Premios y condecoraciones
En la noche del pasado 20 de diciembre un BMW arrolló un mercado navideño en Magdeburgo, ciudad en el estado oriental de Sajonia-Anhalt, matando a un niño y cuatro mujeres y dejando cientos de heridos. El sospechoso es un psiquiatra saudí arribado a Alemania en 2006 y con estatus de asilo desde 2016. Originalmente un miembro de la minoría chií en Arabia Saudí, desde su llegada a Alemania el atacante se habría convertido en activista antisaudí y antiislam. Con frecuencia, sus intervenciones en redes sociales expresaron desprecio por Angela Merkel, según él por haber intentado «islamizar Europa», así como adhesión a la extrema derecha europea, incluido el partido AfD, Alternativa por Alemania. No obstante que la ministra del Interior lo considerara «islamofóbico», el blanco elegido y su modus operandi la contradicen, ya que exhiben un innegable aire de familia con anteriores episodios de terrorismo yihadista en Europa.
Algunos ejemplos. En la noche del 14 de julio de 2016, un camión de diecinueve toneladas fue conducido contra una multitud que celebraba el Día de la Bastilla en el paseo de los Ingleses en Niza, causando la muerte de 86 personas e hiriendo a otras 434. El Estado Islámico se atribuyó la responsabilidad del ataque. En diciembre de 2016, un camión fue conducido contra un mercado navideño en Breitscheidplatz en Berlín, dejando doce muertos y 56 heridos. ISIS se adjudicó la autoría del hecho. En abril de 2017, un camión arrolló a peatones a lo largo de una calle comercial en el centro de Estocolmo, estrellándose contra una tienda. Cinco personas murieron y otras 14 resultaron heridas. El atacante, un inmigrante uzbeko, luego condenado a cadena perpetua, había mostrado simpatías por ISIS. Cuatro meses más tarde, el yihadismo utilizaba idéntico método para asesinar a una quincena de personas en las Ramblas de Barcelona. Existe, entonces, un cierto patrón de acciones terroristas: atropellar inocentes por participar en fiestas religiosas, cívicas o por la muy occidental costumbre de ir de compras por paseos peatonales. Ello coincide con el ataque de esta Navidad.
En respuesta, neonazis y activistas de extrema derecha se concentraron en Magdeburgo al día siguiente para reclamar la «liberación del pueblo alemán» y la «remigración» de los extranjeros. Justamente la plataforma –y el lenguaje– de AfD, precisamente cuando Alemania ingresa en un periodo electoral por la disolución del gobierno de Scholz y las elecciones anticipadas de este 23 de febrero. AfD es hoy un partido minoritario, pero el terrorismo multiplica las incógnitas de toda ecuación electoral.
El reciente episodio de Magdeburgo, y esta elección alemana que toda Europa mira con natural inquietud, subrayan una vez más el fiasco del multiculturalismo identitario de nuestra época. El multiculturalismo es posible, por supuesto; toda sociedad compleja es diversa en sus dimensiones étnicas, religiosas y lingüísticas. El secreto es el constitucionalismo, el gran homogeneizador de diferencias que construye una ciudadanía abarcadora y con ello un «ser nacional». Celebrar «la diferencia» es un bumerán si con ello se crea un régimen de ciudadanías paralelas organizadas sobre subjetividades culturales a las que se le otorgan legitimidad discursiva, mas no necesariamente legalidad constitucional. Con ello se vulnera el orden normativo que estructura el Estado y le da consistencia al tejido social, empezando por su piedra angular: la igualdad ante la ley.
Así funciona el multiculturalismo de hoy, especialmente en relación a las comunidades musulmanas. Pues se trata de un doble estándar flagrante. En su mayoría, dichas comunidades emigraron de sistemas opresivos en sociedades organizadas bajo el paradigma del Islam. Una vez en Europa, gozan de los derechos y garantías que les otorga un Estado constitucional al mismo tiempo que restringen a otros el ejercicio de esos mismos derechos; sean esos otros infieles, gays o blasfemos. Y, además, lo hacen con violencia. En Occidente todos somos una suerte de 'Charlie Hebdo' y Salman Rushdie; esto es, blancos potenciales.
El término «remigración» no forma parte del léxico político al otro lado del Atlántico, pero sí su análogo «deportación», el cual ha sido central en la elección de noviembre pasado y de cara a una nueva presidencia de Trump. Una buena parte de su campaña electoral se organizó sobre la idea de fortalecer las fronteras; es decir, restringir y revertir la inmigración, principalmente la del sur. De ahí que sus buenos resultados en distritos latinos y de clase trabajadora causaran sorpresa. Sorpresa inicial, claro está. Análisis más detallados revelaron que al acudir a las urnas los votantes valoraron la inflación (desproporcionadamente alta en alimentos y gasolina, los ítems que más afectan la economía de las familias trabajadoras), pero también el crimen y la inseguridad que los tiene como las principales víctimas. A diferencia de Europa, el rechazo a la inmigración irregular no es por intransigencia contra el multiculturalismo, sino por la necesidad de mejor protección estatal; o sea, de mayor Estado de derecho.
Buena parte de los flujos migratorios sin control estatal han sido propiciados por el crimen organizado en el hemisferio, especialmente actuando en colusión con gobiernos hostiles a Estados Unidos como el régimen de Maduro. Verdaderos conglomerados criminales integrados y diversificados, ellos se transforman en agentes paraestatales, subcontratistas de la política exterior de dictaduras. El crimen expulsa de sus países a los más humildes y luego los trafica a través del Darién rumbo al norte, así como trafica cocaína, oro o coltán. Las caravanas que hoy van en esa dirección, tanto como en el pasado se dirigían al sur, están permeadas por elementos del crimen organizado, quienes se confunden con migrantes genuinos en dicho trayecto, así como con la población latina una vez en EE.UU. De ahí el recelo para con la migración entre dichas comunidades, pues son especialmente vulnerables a la inseguridad que conlleva. Ello es palpable en el caso del Tren de Aragua, organización que actúa en todo el continente. En febrero de 2024 secuestró y asesinó al teniente coronel Ronald Ojeda, oficial venezolano asilado en Chile, en una operación realizada por cuenta de la dictadura de Maduro. Pero también se hizo presente en EE.UU. con acciones en Colorado, Nueva York y Texas, entre otros estados. Ello ha alertado a las autoridades; ya no se trata tanto de empleo como de seguridad nacional.
No es progresista crear ciudadanías fragmentadas que erosionan los principios constitucionales del Estado, como en Europa. Tampoco es xenofobia controlar las fronteras del Estado, como plantea Trump, regulando los flujos migratorios de manera racional. La ideología tiene su lugar en el ámbito de lo discursivo, pero es desaconsejable cuando informa el diseño de políticas públicas que hacen al orden jurídico. La ideología es problemática cuando interfiere con la tarea de gobernar. Biden también lo entendió así. De hecho, en 2024 las deportaciones del servicio de inmigración alcanzaron el mayor récord desde 2014, entonces bajo Obama. O sea que uno y otro «remigraron» más extranjeros que Trump, considerado racista por un buen número de voces del Partido Demócrata. Ello a propósito de la ideología y sus frecuentes tropiezos con la realidad.
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