LA TERCERA
¡Que no quiero verla!
«La corrida es una ceremonia que tiene una profunda carga simbólica, en cuanto acto sacrificial; que es arte y representación, en cuanto tragedia y celebración de una belleza efímera, pero que al mismo tiempo se sustenta sobre la verdad, pues aquí el ciclo de la vida y de la muerte va en serio»
La cruel dictadora
Trump y los hispanos
![¡Que no quiero verla!](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2025/02/10/250211TerceraZumbiehl.jpg)
Lo que no quería ver Federico García Lorca era la sangre de Ignacio. Ahora resulta que para muchos es la sangre de los toros. En muchos casos la empatía ahora es con los animales, más que con los humanos –esto se aprecia en ciertas emociones despertadas por las desgracias–, porque tal vez hemos cambiado de civilización. Por eso la tradición taurina hoy se encuentra en entredicho. Una tradición es lo que una generación transmite a la siguiente, algo, por lo tanto, necesariamente sometido a una evolución, como lo estipula la propia Unesco refiriéndose a los patrimonios culturales de la Humanidad. Dichos patrimonios deben obedecer a la exigencia de un sutil equilibrio: mantener su esencia a través del tiempo y adecuar sus elementos accesorios a la sensibilidad de la sociedad dentro de la cual se desarrollan. ¿Significa esto que el futuro de la tauromaquia está en las corridas incruentas de Don Bull Productions, y que «hay que eliminar la sangre?» No lo pienso.
La corrida es una ceremonia que tiene una profunda carga simbólica, en cuanto acto sacrificial; que es arte y representación, en cuanto tragedia y celebración de una belleza efímera, pero que al mismo tiempo se sustenta sobre la verdad, pues aquí el ciclo de la vida y de la muerte va en serio; aquí uno no muere de mentirijillas cuando le toca, y la muerte no se esconde, como si con ello dejara de actuar para todos los seres vivos. Esa conjunción de la verdad con la representación es para mí la esencia de la fiesta de los toros. Por ello, el toro tiene que morir en la plaza, nosotros que estamos en el tendido nos tenemos que enfrentar a esa muerte, que anuncia y representa la nuestra propia, y el matador tiene que jugarse la vida, sin metáfora, en esta suerte suprema que es el momento de la verdad.
El hecho de que algunos espectadores, no iniciados en ese ritual, tengan dificultad para soportar la sangre derramada es perfectamente respetable. Pero no por ellos se debe recurrir a la hipocresía de que el toro sea abatido a escondidas en los corrales después de haber sido toreado, como sucede en todas las corridas «incruentas», a sabiendas de que, por razones técnicas obvias, el toreo para cada animal bravo debe ser un acto único y exclusivo. Una corrida sin sangre se reduciría fundamentalmente a un juego circense, por supuesto intrascendente, en el cual solo se podría valorar la habilidad técnica, el decoro y las aptitudes físicas del torero; un juego que terminaría por ser puro simulacro, ya que, en toda lógica, se disminuiría la edad de los toros, su trapío y se arreglarían sus pitones. No dejaría de ser peculiar un ejercicio que deja inmunes a los animales, mientras no se quita nada del peligro que corren los hombres. Caería todo el peso simbólico, con su significado, de la tauromaquia, en su versión moderna fijada al final del siglo XVIII, que restablece el puente con el mito milenario del enfrentamiento de Teseo con el monstruo Minotauro, para reafirmar la victoria, provisional, del espíritu y del valor sobre la naturaleza indomable y sobre la muerte. Se echaría a un lado el progreso de la historia que convierte a los hombres del pueblo, también al final del siglo XVIII, en los auténticos héroes y protagonistas del espectáculo, permitiéndoles conquistar sobre la nobleza el privilegio de usar la espada y triunfar con ella.
Y por qué la suerte de matar es «la suerte suprema» y «el momento de la verdad». Porque las reglas muy estrictas con las que tiene que conformarse hacen que una estocada impecable es la culminación técnica y estética de una faena también impecable. Y por encima de todo obedece a un imperativo ético: es la suerte donde el peligro asumido por el hombre se encuentra en su más alto grado, prueba de ello las cogidas gravísimas reseñadas por la historia. En ese instante el torero, cruzándose con el toro, pierde de vista la trayectoria de los pitones y solo le queda esperar que el movimiento de su muleta los desvíe en el último segundo. Los matadores lo dicen muy claramente: ahí culmina la dignidad del toreo. Nos lo dijo el maestro Jaime Ostos: «La estocada es el último retoque de una obra de arte que acaba de concluir. Es una fusión, ya, donde uno entrega su vida por la vida del otro, un compendio de emociones que se funden durante un segundo en el espacio». Ahí culmina también la dignidad del toro bravo, que muere en la cúspide de su lucha, superando en su embestida el dolor de sus heridas, y no arrinconado en un matadero con el consiguiente estrés que conlleva tal situación. Me acuerdo todavía de las palabras tensas del maestro Andrés Vázquez: «He estado presente cuando han matado a un toro bravo en un matadero. Mugía y a lo mejor ese mugido significaba 'No. Quiero morir en una plaza de toros, no quiero morir aquí, en este sitio, oliendo a sangre'. Era un animal humillado, maltratado, pensando que no había nacido para eso. Había nacido para la pelea y para hacer arte en su vida».
Desde luego hay que interrogarse sobre evoluciones deseables, acordes con la sensibilidad de la sociedad contemporánea, y eliminar la sangre innecesaria. Eso se hizo, al final de los años 20 del siglo anterior, con la sangre de los caballos destripados. Hoy en día, habría que preguntarse si, cuando en el ruedo acaba la tauromaquia con la suerte suprema y última, no conviene remediar de alguna manera la agonía del toro prolongada por los fallos bochornosos del descabello y sobre todo de la puntilla. El toro merece tener hasta el final una muerte digna.
A la luz de estas consideraciones se entiende mejor por qué la película de Albert Serra, 'Tardes de soledad', ha levantado ampollas entre algunos espectadores y sobre todo taurinos. El director catalán ha querido plasmar una obra de arte con lo que entiende por la verdad de la tauromaquia: el combate épico entre el torero héroe y un animal indómito, tremendamente peligroso cuando se ven a cada rato los pitones rozando el cuerpo del hombre. Aquí la lupa de la cámara y del sonido deja de lado las filigranas del toreo para centrarse en ese claroscuro de la muerte y de la superación del miedo por el valor y el arte. Nunca se ven pases enteros, sino el laberinto de la acometida rondando unas piernas clavadas y una cintura estirada como un eje inquebrantable. Es una visión muy personal, desde luego, pero como las de Goya o Picasso. Echa una luz sobre una realidad que ojos profanos, incluso aficionados, no perciben en toda su crudeza y grandeza.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete