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La Tercera

El buen samaritano en Valencia

En nuestra tristísima situación, producida por el aterrador siniestro natural acaecido hace ahora un mes, es prójimo quien está ayudando, dejándose alma, corazón y vida

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Federico Fernández de Buján

A veces conviene callar. Y en esta situación dramática que sufre el pueblo valenciano, al menos en primera instancia, procede no pronunciar palabra. El dolor se ha vuelto inconmensurable y casi sobrepasa todo consuelo. Por ello, entiendo que lo que debe hacerse primero es acompañar, ponerse «al lado de», estar «junto a», hacerse «cercano». Después, es necesario compadecer, para que esas poblaciones rotas y laceradas sientan que se comparte su dolor a fin de que, en algo, pueda aliviar su sufrimiento al comprobar cómo su angustia y desolación son también nuestras.

Y, por último, después de estar ahí, mano a mano, y de llorar juntos… es el momento de ayudar, de asistir, de ponerse hombro con hombro, llenándose de fango, para que la desgracia pueda ser un poco más llevadera y que alumbre un hilo de esperanza por el que pueda admitirse que, poco a poco, cabe retornar a una cierta normalidad, esa que se ha visto –como fulminada por un rayo–, arrancada y despedazada en solo un instante.

Para expresar estos sentimientos y para inspirar esas actitudes, se me ocurre parangonar la trágica realidad que estamos sufriendo con 'La parábola del buen samaritano', (Lc 10, 30-37). Trataré de confrontar su texto con los hechos que acaecieron hace un mes y con los que siguen produciéndose. Así comienza el relato evangélico narrado, con emoción, por Cristo: «Un hombre bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó y unos bandidos lo asaltaron y después de despojarlo y de herirlo, lo dejaron medio muerto». El caminante habría hecho en muchas ocasiones la misma senda. Era pues, un día corriente y el viajero no presagiaba la desgracia.

En nuestro caso, el pueblo valenciano estaba tan tranquilo en el camino de la vida. Nada parecía que pudiese alterar la cotidianeidad de una jornada más, de un otoño sereno. Pero el pasado 29 de octubre se desencadenaron los elementos y, por sorpresa, lo atacaron, destrozaron todo lo se les puso por delante… y le dejaron casi muerto. Se vio así sacudido por una violencia extrema que mató cientos de vidas, desgarró miles de familias y arruinó la existencia material de muchos de los que pueden contarlo.

Y continúa el texto del Evangelio: «Bajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo. Llegó también un levita y al verlo, siguió de largo». Se trata de personas que, por razón de su rango y condición, tenían más responsabilidad que cualquier otro de apiadarse del malherido y despojado. Pero no hacen nada…pasan de largo. Resultaría fácil, pero quizás también temerario –al menos por mi parte, que no dispongo de datos suficientes para realizar un juicio prudente– contrastar esa actitud impía con el comportamiento de aquellos que tienen cargos públicos por lo que hicieron mal, por lo no hicieron o por lo que tardaron demasiado en hacer. Por ello, no quiero detenerme en buscar supuestos «culpables» ni en imputar eventuales «comportamientos indebidos» o «conductas negligentes». Como digo, es demasiado complejo y, además, me distraería de lo que, para mí, es esencial.

En mi reflexión, lo fundamental es destacar lo positivo. Me adentro pues, en la actitud de condolencia, acción y donación. Dice la parábola: «Cierto samaritano que iba de viaje, llegó adonde él estaba; cuando lo vio, tuvo compasión y le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó». Todo esto puede compararse con los miles y miles de personas –muchísimas de ellas muy jóvenes– que se movilizaron de inmediato hacia los pueblos arrasados, llevando sus propias vidas, curando heridas físicas y morales; sosteniendo a los abatidos y poniendo todo su esfuerzo y sudor en favor de los desamparados. Así, esa ingente multitud de voluntarios que nadie fue, ni es, capaz de contar, de toda raza y condición, encarnaron a la perfección al «buen samaritano».

Y continúa la parábola: «Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero, y dijo: cuídalo y todo lo demás que gastes, cuando regrese te lo pagaré». Y eso es lo que la sociedad española –prontamente movilizada y siempre generosa y solidaria–, comenzó a hacer desde el primer día de la catástrofe, creando inconmensurables redes de donativos privados, particulares e institucionales, para intentar paliar la extrema carestía que están padeciendo los afectados. Unos pocos, de forma pródiga, contribuyendo con millones de euros; y la mayor parte, en proporción a lo que cada uno tiene y su conciencia le dicta…hasta llegar a esa humildísima dádiva –desapercibida para los hombres, pero no para Dios–, semejante a la entregada por una pobre viuda que elogió Jesús al ver lo que echó en el arca del Templo.

Recordemos el pasaje, que no es una parábola sino una efectiva realidad: «Jesús… estaba viendo cómo la gente echaba sus ofrendas… y vio una viuda que dio dos pequeñas monedas que valían muy poco». El Señor dirigiéndose a sus discípulos les dijo: «En verdad os digo que esa viuda echó más que todos…porque…desde su pobreza dio todo lo que tenía para su sustento», (Mc 12 43-44).

La parábola del buen samaritano –que he tratado de comentar y contrastar– es referida por Jesús como respuesta gráfica cuando un doctor de la Ley le pregunta «¿quién es mi prójimo?». Y después de exponerla, el Señor le repregunta al escriba: «¿Cuál de estos tres demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores? Y éste respondió: Aquel que tuvo misericordia de él. Y Jesús le dijo: haz tú lo mismo». Repárese que Cristo llama prójimo al que hace el bien y no a quien lo recibe.

En nuestra tristísima situación, producida por el aterrador siniestro natural, es prójimo quien está ayudando, dejándose alma, corazón y vida. Una vez más –como siempre en desventuras, catástrofes y desgracias– nuestra querida España ha sabido ser, desde la sociedad civil, ese buen samaritano…hoy prójimo del pueblo valenciano.

SOBRE EL AUTOR
Federico Fernández de Buján

es catedrático de la UNED

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