la tercera
Gaza, tragedia globalizada
«Esta guerra es también una masacre que perjudica a todos los protagonistas de esta tragedia globalizada»
Angola, España, Iberoáfrica
De Mitilene a Soria
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¿Cómo describir los asesinatos perpetrados el pasado 7 de octubre por las brigadas de Hamás? Cuando me invitaron a la embajada de Israel para ver algunos extractos de las grabaciones de ese día, me sorprendió el gozo que reflejaban los rostros de aquellos ... jóvenes. Al gritar su odio, invocaban el nombre de Alá, con una sonrisa en los labios y atentos a la voz de un líder que los incitaba a divertirse con los cadáveres y a mutilarlos. Tan pronto como entraron en el kibutz, alrededor de las 6.30 de la mañana, abatieron a tiros a un viejo perro negro que se acercó a ellos alegremente y sin ladrar, como para dar la bienvenida a un miembro de la familia. Luego, en pocos minutos, entraron en las casas e, inmediatamente, acribillaron a balazos a sus habitantes, aún dormidos y semidesnudos. Acto seguido llegaron las granadas y la quema de los cuerpos, algunos de ellos desmembrados con hachas y según un rito de celebración conocido desde el principio de los tiempos: aullidos, convulsiones y gesticulación. A esto se sumó el brutal secuestro de los rehenes. En definitiva, una pulsión de muerte colectiva sin el menor freno. Por cierto, dos adolescentes desnudos y aterrorizados se salvan al tiempo que les humillan. ¿Por qué? ¿Y por qué asesinar al perro? Nadie lo sabrá nunca.
Se trata de un asesinato colectivo cometido en nombre de Dios, y que no por estar hábilmente organizado tiene menos de estallido mesiánico de violencia y locura. Esta masacre recuerda a la de San Bartolomé (1572), tal y como se ha representado en muchos cuadros o en los escritos de los historiadores. En cuanto al archivo en bruto, parece menos una imagen realista que un mural de la antigüedad. Las palabras pogromo o pillaje no resultan apropiadas para designar estos actos, ya que implican el saqueo de bienes ajenos. Menos aún el término genocidio. Los juristas dirán después lo que piensen: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, limpieza étnica, masacre masiva, etc.
En una carta fechada el 26 de febrero de 1930 y dirigida a Chaim Koffler, miembro de la Fundación para el Reasentamiento de los Judíos en Palestina, Freud expresaba sus dudas sobre la creación de un Estado judío en esta región del mundo. De manera premonitoria, y aunque había apoyado la Declaración de Lord Balfour (1917), pensaba que ni el mundo cristiano ni el islámico aceptarían nunca «confiar la gestión de los Santos Lugares a los judíos». Y admitía con humor no sentir la más mínima simpatía por una «piedad mal interpretada que haría del muro de Herodes una reliquia nacional». Freud prefería el judío de la diáspora al judío local. Conocedor de las tragedias griegas, imaginó cuál sería el destino del pueblo judío cuando este quisiera, en nombre de Dios, apropiarse de una tierra que no le pertenecía, ni siquiera bajo la bandera del sionismo laico inventado por otro judío vienés, Theodor Herzl, ansioso por escapar del antisemitismo.
En efecto, nada es más trágico que esta guerra perpetua que ha enfrentado a israelíes y palestinos desde la creación del Estado de Israel en 1948, cuyo fin era permitir a las víctimas de la Shoah vivir en paz fuera de una Europa criminal. No hay nada más fratricida que este conflicto que recuerda al de los atridas o los troyanos contra los griegos, como solía decir Jean-Pierre Vernant. Agamenón mata a su hija Ifigenia para obtener el permiso de los dioses para ir a la guerra. Pero a su regreso, Clitemnestra, su esposa, impulsada por la venganza y ayudada por su amante, lo asesina. Más tarde, ambos serán asesinados por Orestes, su hijo. Y será necesario el establecimiento de la ley y la justicia –encarnadas por la diosa Atenea– para poner fin a la ley de la venganza. Sin una reconciliación posible, la desgracia engendra desgracia y el crimen triunfa en cada generación: ese es el significado de una situación trágica.
Por eso nada puede justificar los bombardeos del Ejército israelí en Gaza. En nombre de la venganza y de la ilusoria erradicación de Hamás, no hace sino perpetuar el ciclo infernal de la tragedia. Es cierto que el Ejército israelí no está llevando a cabo de manera intencionada una matanza de San Bartolomé a base de hachazos y decapitaciones. Es cierto que, apelando a la democracia, se ha encargado de advertir a la población de lo que les esperaba. Es cierto que pretende ofrecer a su enemigo una «guerra limpia» que salvará vidas y se centrará en los túneles de Hamás. Pero no es el caso. Y aunque los soldados israelíes no se parecen a los asesinos del 7 de octubre, esta guerra es también una masacre que perjudica a todos los protagonistas de esta tragedia globalizada: los judíos de la diáspora, víctimas de un resurgimiento del antisemitismo; los israelíes, cuya existencia se ve amenazada; los palestinos que, de generación en generación, encuentran refugio en el islamismo radical; y por último, los progresistas de todos los países democráticos que se enfrentan al aumento generalizado de un gran deseo de fascismo, populismo y desviaciones identitarias. Prueba de ello es la furia que se ha apoderado de los campus de las más prestigiosas universidades estadounidenses, blandiendo unos la estrella de David y otros la kufiya palestina.
Así pudimos asistir a un espectáculo lamentable cuando Elise Stefanik, congresista republicana, calificó de llamada a «un genocidio global contra los judíos» el llamamiento de los estudiantes propalestinos a «globalizar la intifada» (Globalize intifada). En el marco de una investigación abierta por el Congreso, esta pidió a las presidentas de las universidades de Harvard, Pensilvania y Massachusetts que se pronunciaran sobre estas afirmaciones: «¿son o no contrarias a los códigos de conducta sobre la persecución?». Al unísono, estas tres mujeres afirmaron que «depende del contexto». ¿Qué podemos decir de un intercambio absurdo entre cuatro mujeres, una de las cuales inventa una acusación que no se profirió como tal mientras las otras tres consideran que un llamamiento a un genocidio de los judíos no sería reprobable en sí mismo sino que depende del «contexto»? Por tanto, ¿una misma afirmación se juzgaría de forma diferente dependiendo de la identidad de quien la haga –hombre, mujer, blanco, heterosexual, negro, etc– o de si se refiere a una persona específica o a todo un pueblo? Los arrepentimientos y las dimisiones que siguieron no anulan la estupidez de semejante respuesta.
Esta guerra que conviene a los dictadores –empezando por Putin, deseoso de debilitar a Ucrania– es en realidad la consecuencia de una política sin sentido llevada a cabo por un Gobierno de extrema derecha que ya no tiene nada que ver con el ideal del sionismo histórico. Benjamín Netanyahu, procesado por corrupción por los tribunales y cuestionado durante meses por su propio pueblo, encarna lo peor de la política israelí: rechazo a cualquier creación de un Estado palestino, política de colonización a ultranza (en Cisjordania), defensa de un nacionalismo exacerbado, ataque al Estado de derecho y, por último, apoyo a un fanatismo religioso que guarda un sorprendente parecido con el de Hamás. Se diría que la profecía de Freud se ha hecho realidad. Pero tal vez no. De hecho, sabemos que la solución a un conflicto, con la que hemos soñado durante décadas, puede llegar por fin, o ser impuesta desde fuera, cuando los dos enemigos ya no tengan más opción que la muerte mutua.
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