la tercera
Uno de los nuestros
«Allí estaba en el escenario del Dorothy Chandler Pavilion, a miles de kilómetros de su Madrid, en el corazón de un Hollywood que conocía al dedillo sin haber pisado Sunset Boulevard, el chico de la calle Narváez»
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Cuando la noche del 11 de abril de 1983 en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles la veterana actriz Luise Rainer abrió el sobre y anunció que 'Volver a empezar' había ganado el Oscar, el premio de la Academia de Ciencias Cinematográficas de Hollywood, ... a la mejor película extranjera, un tipo, José Luis Garci, de 39 años, vestido con una chaqueta de esmoquin blanca, barba y media sonrisa subió a recoger el premio, se reunieron a su alrededor un buen grupo de fantasmas. La mayor parte eran imágenes de mil y una películas, en blanco y negro y en color, en pantalla cuadrada y en cinemascope, vividas como una vida de repuesto desde muy pequeño, en programas dobles de barrio, la mayor parte en los cines que rodeaban su casa familiar de la calle Narváez. Podría citar a 'Casablanca', su película fetiche, por eso lucía un terno de smoking como el de Rick Blaine, el americano con pinta de Bogey, otro de sus héroes preferidos, pero no andaban lejanos Jack Ford, Hawks, Hitchcock, Leo Mc Carey y sus dos 'Tú y yo', Billy Wilder y Wyler y Stevens y, por supuesto Orson Welles y un reparto de miles con la Monroe a la que había dedicado un cortometraje a la cabeza de infinitos sueños de historias de comedias, westerns, musicales, noirs, peplums, o sus nada secretas preferencias por las películas de terror y ciencia ficción, ya que en vano había escrito, y conocido, un monumental libro dedicado al gran Ray Bradbury.
Cuando pronunciaba, en su inglés de Mangold como solía decir, sus palabras de agradecimiento, también estaban allí sus padres, Manolo Meana, que perdió una guerra y ganó con elegancia, silencio y trabajo, una dura posguerra y una familia feliz, y, como un relámpago en la noche, el rostro de su madre, Antonia, siempre recordada, que perdió un bolso muy especial en el entresuelo del Palacio de la Música viendo 'Lo que el viento se llevó', razón por la que el chaval Garci acompañó a su padre a ese cine por mor de recuperarlo y su alma guardó para siempre la visión del patio de butacas, la pantalla vacía que rellenaría a solas en su cuarto del piso familiar de la calle Narváez, creyendo escuchar la música imperativa, evocadora de Max Steiner. 'Gone the Wind'.¡Qué hermoso título, así en inglés, para definir lo que se lleva el tiempo de la vida pero se queda en el corazón inexpugnable de los recuerdos!
Allí estaba en el escenario del Dorothy Chandler Pavilion, a miles de kilómetros de su Madrid, en el corazón de un Hollywood que conocía al dedillo sin haber pisado Sunset Boulevard, o los estudios, el chico de la calle Narváez, el del Banco Ibérico, el de la editorial Taurus, el crítico de Cinestudio o SP, el que admiraba a Alfonso Sánchez y al que dedicó un emocionante cortometraje, el tipo que quería escribir películas como Ben Hecht, Charlie Mc Arthur, Dudley Nichols, Billy Wilder, Charles Brackett o Preston Sturges, tipos cultos que escribían para todos los públicos, historias de seres humanos felices, desgraciados, heroicos, cobardes, enamorados, desesperados, capaces de hablar de manera inolvidable y vivir y morir de igual manera. En Le Dôme, el elegante restaurante hollywoodiense en el que los grandes del cine reunían para charlar y comer, a los colegas candidatos al Oscar a la mejor película extranjera, Stevens, Wyler o quizás Robert Wise le confesaron que le consideraban uno de ellos, uno de los nuestros.
Muy posiblemente los académicos que votaron, solo los que habían visto todas las películas candidatas, cinco, a la mejor película extranjera 'Volver a empezar', 'Begin again', en el título anglo ('Begin the Beguine', quería llamarla Garci), vieron eso, una película clásica de esas que, como ellos sabían bien, te apelan al corazón, de esas que cuentan historias quebradas de recuerdos, de esas que poseen el secreto de una suave melancolía a la vez que te inundan el alma de la esperanza de que nada se pierde por mucho que la vida te salga demasiadas veces al encuentro. Porque eso es 'Volver a empezar', la historia de uno de esos españolitos a los que España, o los otros españoles, los suyos y los otros, con frecuencia les parte el corazón, pero no les quiebra sus recuerdos, el amor a lo suyo y a los suyos, como ese caballero de Azorín que mira la lejanía del paisaje castellano y comprendemos de la tersura del lenguaje del escritor, que nadie le podrá quitar el dolorido sentir.
La peregrinación de Antonio Miguel Albajara regresando, tras recibir el Premio Nobel de Literatura, a su Asturias natal tras un largo exilio, a sus amigos, su Sporting de Gijón, sus calles, pueblos, a Elena, un fordiano amor perdido y nunca olvidado, era, obviamente, también como el cierre de una guerra civil que separó tantos afectos, tantas vidas, tanto futuro, tantas libertades. Garci cerraba una admirable trilogía sobre la reconquista de la convivencia, el verano de las libertades, la alianza de mutuos perdones jamás indignos ni mezquinos ni vergonzantes. Las dos primeras entregas de esa mirada de nuestro cineasta a esos años tan gozosos como difíciles, 'Asignatura pendiente', 'Solos en la madrugada', finalizaban un tanto melancólicamente por un tiempo vivido y en parte perdido, pero 'Volver a empezar' por el contrario finaliza gozosamente con un Antonio Albajara caminando por el campus juvenil de la Universidad de Berkeley, con el gozo íntimo, la sonrisa de la vida de repuesto que ha vivido en Gijón, afrontando la última vuelta del camino mientras en la pantalla y en su alma suena Cole Porter en modo jamás me rindo a los acordes de 'Begin the Beguine'.
José Luis Garci, el chaval que soñaba la vida en la oscuridad de las salas de cine y con el cine en la luminosidad de una mañana amaneciendo sobre el Retiro, concluía su sentimental parlamento ante sus pares, ya, la gente de Hollywood y si hubiera cerrado los ojos quizás habría visto a Porter al piano, cigarrillo en la comisura de los labios, mirada traviesa, y a Bogey, cigarrillo en la mano sonriendo un tanto lejanamente, como paladeando lo mejor de la vida, ambos dry Martini, muy, muy seco, en mano, brindando por un Oscar que ya era de todos, de los de Hollywood, de Manolo y Antonia, de los Albajara, de Elena, y de los, de Antonio Ferrandis, Encarna Paso, José Bódalo, de todos, y por supuesto de nosotros, de los de entonces y de los de ahora mismo, porque la Academia premiaba a un gran cineasta, una gran inolvidable película, la primera película hablada y filmada en español. Un Oscar de primera, y el primero de los que luego vendrían. Dios, y John Ford bendigan a José Luis Garci, uno de los nuestros.
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