LA TERCERA
La coronación de Carlos III
«La coronación de Carlos III es el trabajo lento del correr de los siglos, sedimento de la Historia. Sin embargo, más allá del boato y la abundancia de elementos sagrados e históricos, las coronaciones sirven también para integrar nuevas ideas y sensibilidades del momento, algo en lo que el Rey Carlos III ha descollado. Esta nueva coronación abre un nuevo capítulo en la vida del Reino Unido»
Sigue en directo la última hora de la coronación del Rey Carlos III de Inglaterra

Pocos países han superado con éxito la dramática contradicción entre el pasado y el futuro como lo ha hecho Inglaterra. La coronación de Carlos III será un ejemplo palmario de cómo en una sola mañana de mayo todo un país evoca su historia, aprovecha para ... ponerse al día y se proyecta hacia el mañana, que no es poca cosa. Ninguna ceremonia en el mundo condensa tantas centurias de historia, religión y derecho como la coronación de un monarca inglés. La gran paradoja de la coronación, como muchos otros asuntos ingleses, es que no es legalmente necesaria, pues Carlos III es ya rey. Es célebre el caso de Eduardo VIII, quien, siendo rey, abdicó antes de ser coronado, en 1936. Y sin embargo, por la extraordinaria significación religiosa y social que entraña, es un acto imprescindible para cada nuevo monarca. Bagehot se empeñó en distinguir con su lucidez habitual aquello de la constitución británica que es eficiente (el gobierno) y aquello que dignifica (la monarquía). Al contrario que en las monarquías continentales, la coronación no es un asunto parlamentario. Es religioso. Por eso la persona más importante en ese acto no es ni el primer ministro ni el presidente del Parlamento, sino el arzobispo de Canterbury. No se jura ante el Gobierno ni ante el Parlamento. Se jura ante Dios. Y no se formaliza en un edificio civil, sino en una abadía.
Las proclamaciones ante parlamentos de hoy en día son asuntos que se despachan en veinte minutos, reflejo de cómo la Monarquía en muchos países ha visto su mística menguada. En la coronación, por el contrario, se concentra la Historia, porque la Corona es precisamente eso, la institución que sintetiza la historia de una nación. Y es normal que dure horas, no porque sea un exceso de pompa como les gusta recordar 'ad nauseam' a algunos periodistas, sino porque en esa ceremonia queda irremediablemente recogido el Derecho constitucional inglés, la religión, las costumbres, la aristocracia, la Commonwealth, sus Fuerzas Armadas, el voluntariado de su sociedad civil y sobre todo, el pueblo británico. Toda la ontología del pueblo británico filtrada a través del último milenio emerge lentamente en esa magna ceremonia.
Dada su complejidad y duración es fácil que su significado y simbolismo se pierdan fácilmente en el aparato que la rodea y sustancia. El acto es un ejercicio extraordinario de liturgia y ceremonial que se articula en cuatro partes fundamentales: el juramento, la unción, la coronación y la aclamación.
El juramento de Carlos III deberá reflejar las peculiaridades constitucionales del país, el papel del monarca como Gobernador Supremo (no cabeza ni jefe) de la iglesia anglicana y el carácter internacional de la monarquía británica. La redacción del juramento muda con el tiempo y es siempre reflejo de las circunstancias del momento. Carlos III jurará respetar las leyes, esto es, el Derecho de los territorios en los que reina, y obrar con un sentido de la justicia. Así, por ser la constitución inglesa abierta, no se jura una norma concreta. El juramento contiene importantes referencias a la Iglesia anglicana, oficial en Inglaterra. Carlos III se comprometerá a respetar no sólo a la propia iglesia, sino también la doctrina, enseñanzas y magisterio de la misma, así como a sus obispos. Palpita ahí, irremediablemente, la pugna milenaria entre el poder temporal y espiritual, entre el César y Dios. En ese juramento, destila con rotundidad la Reforma de Enrique VIII y especialmente la de Isabel I que creó una iglesia anglicana ex novo.
Los juramentos de los monarcas británicos siempre hacen referencia a los lugares en los que son soberanos, lo que obliga a una actualización en cada coronación, fruto de la historia mutable del Imperio y de la Commonwealth. Por ejemplo, con Jorge IV se incluyó Irlanda mientras que con Isabel II se mencionó a Sudáfrica, Pakistán y Ceilán, pues todavía en 1953 era jefa de Estado de esos países. Ahora, estos tres países, ahora repúblicas, no serán mencionados. Carlos III reina en 14 países de la Commonwealth y una de las novedades de la coronación será referirse a éstos de un modo colectivo en vez de mencionarlos expresamente.
Más allá de todo el aparato que rodea la coronación, el acto más importante es precisamente el más sencillo, el más discreto. La unción del Rey con los óleos sagrados –consagrados recientemente en Jerusalén– vincula al monarca británico con los antiguos ritos descritos en el Antiguo Testamento para el Rey Salomón. El arzobispo de Canterbury, al igual que el sacerdote Sadoc, ungirá solemnemente a Carlos III con los óleos crismales. No es un acto simbólico. Antes al contrario, clava hondamente sus razones en la Biblia cuando se nos dice que después de que Samuel ungiera a David «el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante». (1 Sam, 10:6). Los gobiernos no ungen, nombran; de este modo queda claro la trascendencia religiosa del acto. Unge la iglesia: Cristo era, claro, el Ungido. La coronación es pues un acto sagrado, profundamente enraizado con las primeras coronaciones de los monarcas carolingios. La paradoja de la unción es que, siendo el acto más místico y sacro, será precisamente el único que no se verá. El Rey será ungido en la frente, en las manos y en el pecho. Precisamente por ser ungido en el pecho tendrá que desabrocharse, intimidad que naturalmente no será pública.
Tras la unción, el Rey será coronado en la Abadía de Westminster por el arzobispo de Canterbury, momento que recuerda al de los antiguos papas coronando a los monarcas francos. La coronación es literal, no simbólica y el arzobispo ceñirá al Rey la corona de San Eduardo Confesor, Rey de Inglaterra. Y una vez más, latirá el pasaje bíblico: «El sacerdote hizo salir al hijo del monarca y le impuso la diadema y las insignias reales» (2 Reyes 11:12).
Coronado Carlos III, la Abadía de Westminster aclamará vigorosamente: Dios guarde al Rey, heredero del «Viva el rey Salomón» descrito en 1 Reyes 1: 34. En ese esquema que recogen los pasajes bíblicos, juramento, unción, coronación y aclamación, descansa lo esencial de la coronación británica. Y así, al compás de música barroca, himnos y coros, y casi sin darnos cuenta, tendrá lugar la 'traditio'; esto es, la transmisión de todo un legado histórico al monarca. La coronación de Carlos III es en el fondo, el trabajo lento del correr de los siglos, sedimento de la Historia. Sin embargo, aunque no sea evidente, más allá del boato y la abundancia de elementos sagrados e históricos, las coronaciones sirven también para integrar nuevas ideas y sensibilidades del momento, algo en lo que el Rey Carlos III ha descollado. Esta nueva coronación abre un nuevo capítulo en la vida del Reino Unido. Como es bien sabido, ha coincidido en el tiempo con un reajuste de su relación con Europa. Hay algo de ironía, aunque sea una pizca, en que, frente a pronósticos interesados y exagerados que auguraban un Reino Unido aislado y encerrado en sí mismo, hoy vuelve a ser el centro del mundo, por segunda vez en nueve meses. Parece que Bagehot sigue teniendo razón, pues esta coronación nos recuerda la fortaleza de las instituciones británicas y la capacidad de la Corona para dignificar a una nación. A pesar de las enormes dificultades, divisiones e incertidumbres de los últimos años, el pueblo británico encuentra ocasiones para continuar siendo precisamente eso, un reino unido.
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