EDITORIAL
Transición contra las cuerdas
El fiasco del programa del coche eléctrico es la prueba de que el Plan de Recuperación y Resiliencia se diseñó para un mundo que con la invasión de Ucrania ha dejado de existir
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El Gobierno ha reaccionado al fiasco del Perte del coche eléctrico anunciando una segunda convocatoria de ayudas en el primer trimestre de 2023, y recordando a las empresas del sector que hay otros fondos estatales que también favorecen el desarrollo de estos vehículos. El fiasco ha sido importante porque se asignaron 2.975 millones de los fondos europeos al proyecto y a la hora de la verdad el 70 por ciento de los mismos han quedado sin adjudicar. El principal escollo para que solo se concedieran 877 millones del total previsto es que la mayoría de los proyectos no cumplieron con los estrictos raseros establecidos por el Gobierno. Algunas firmas no pudieron competir por los fondos porque en su estrategia comercial todavía prima el coche híbrido y las ayudas solo son para desarrollar coches eléctricos. Otras no aceptaron las ayudas porque sus plazos no cuadran con las exigentes fechas del Perte español, que obliga a tener líneas de producción de coches eléctricos en marcha tan pronto como en 2025. Otros renunciaron por la complejidad de unos requisitos que se entrometen en la autonomía empresarial hasta el extremo de que exigen aliarse con pymes, respetar la economía circular, etcétera. Y por último, grupos como Volkswagen consideraron que se les asignaron pocas ayudas para el grado de compromiso que muestran con el mercado español y el tamaño de las inversiones que piensan desarrollar.
Pedro Sánchez ha dicho que «el Gobierno hará todo lo que esté en su mano para que los fabricantes que quieran invertir en España encuentren el respaldo para que sus proyectos sean exitosos», y que «no hay otro país donde la apuesta por la electrificación del sector sea más rentable». Es cierto que el coche eléctrico es una apuesta estratégica para un país como España, que ha conseguido sobrevivir como un fabricante destacado a la oleada de deslocalizaciones de esta industria registrada durante los últimos 30 años. Pero también es cierto que el Gobierno ha planteado su proyecto pensando en la transición energética ideada por la agenda 2030, cuando hay nuevos problemas que se están presentando con urgencia en 2022. No solo ocurre que los proyectos empresariales no califican para las nuevas exigencias medioambientales, sino que además la banca y los fondos de inversión tampoco están acudiendo a apoyar los planes industriales porque se avizora una probable recesión en el corto plazo y, lo que es peor, una lenta recuperación en los próximos años.
La cuestión de fondo es que el Plan de Recuperación y Resiliencia establecido por la Unión Europea en 2020 para salir de la pandemia se diseñó bajo unas premisas que han resultado profundamente alteradas por la invasión rusa de Ucrania. El mundo en el que se concibió ese plan ya no existe, y todo queda desfasado. Incluso el futuro europeo para el que se pensó ese plan ya no es el mismo, como tampoco el ritmo de la transición energética puede ser el mismo. ¿Es realista, por ejemplo, seguir pensando en prohibir la venta de coches de combustión en 2035?, ¿podrán las ciudades españolas seguir desarrollando zonas de bajas emisiones al ritmo que está siguiendo, por ejemplo, Madrid? Los objetivos económicos no están ajustados a la realidad por más que la imposición sistemática de una determinada ideología medioambiental exija sacrificios. De hecho, ya existían diversos síntomas, como la alteración de las cadenas de suministro, que indicaban que todo este proceso se había establecido con demasiadas rigideces. El calendario de la transición energética ha volado por los aires y sería prudente que el Gobierno y la UE comenzaran a revisar los objetivos en los que han basado decisiones que están caducando demasiado rápido.
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