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EDITORIAL

Mirando atrás se llega a Sánchez

Los dos intentos más serios de mejorar el gobierno del agua en España se han topado con los mismos problemas del radicalismo ecologista, la deslealtad de la izquierda y el egoísmo nacionalista

Editorial ABC

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En su primera comparecencia tras la DANA, Pedro Sánchez avisó de que habría tiempo «para mirar atrás». Fue un mensaje, entre advertencia y amenaza, al Partido Popular y al presidente valenciano, Carlos Mazón, para que tuvieran claro que la unidad que generara esa tragedia no iba a impedir un ajuste de cuentas desde el Gobierno central. Quizá la expectativa de ver a la Generalitat valenciana desbordada y a su presidente, superado por la situación, llevó a Sánchez a no evaluar en ese momento las responsabilidades de su Gobierno como gestor, a través del Ministerio para la Transición Ecológica, tanto de la Agencia Estatal de Meteorología, como de las Confederaciones Hidrográficas; y, en general, de todas las infraestructuras necesarias para garantizar a nivel nacional el aprovechamiento de los recursos hídricos. Mirando atrás, como decía Sánchez, se llega al no muy lejano 2017, cuando el gobierno de Mariano Rajoy impulsó un Pacto Nacional del Agua, con la implicación de la Administración General del Estado, las comunidades autónomas, las administraciones municipales y los partidos. Tras más de cien reuniones con más de seiscientos representantes de todos los ámbitos políticos, sociales y profesionales, el gobierno de Rajoy llegó a preparar un documento de trabajo con 56 puntos. En enero de 2018, Pedro Sánchez, aún en la oposición, mostró su disposición al acuerdo y designó como representante de su partido a quien ahora es secretario de Estado de Medio Ambiente, Hugo Morán. Con Sánchez en La Moncloa, tras la moción de censura a Rajoy, nunca más se supo de su disposición al Pacto Nacional del Agua. La designación de Teresa Ribera como ministra para la Transición Ecológica explica todo lo demás.

En aquel Pacto Nacional del Agua se incluían compromisos para hacer frente a los riesgos de inundaciones. España tiene un problema con la distribución del agua, el mantenimiento de sus infraestructuras hídricas y los episodios recurrentes de inundaciones, generalmente en las mismas zonas del Levante y Baleares. Clamar contra el calentamiento global y el cambio climático se ha convertido en la excusa para eludir iniciativas concretas y de ámbitos locales muy precisos. Son la coartada para la inacción, aunque llenen discursos y cumbres internacionales, autosatisfechas con atacar a los negacionistas y al capitalismo. Lo que se ha demostrado es que hay inundaciones registradas en Valencia y sus aledaños desde el siglo XIV, así que una cosa es explicar científicamente las complejas causas de estos fenómenos climáticos extremos y otra, tomar las medidas oportunas para mitigar sus efectos, agravados por el defectuoso cuidado de las cauces y la urbanización de los pasos naturales del agua.

Sánchez y Ribera han desarrollado un ecologismo de boquilla, que ha despreciado los abundantes recursos de la Administración central para mejorar, al menos en puntos críticos, la capacidad de previsión y de respuesta, por ejemplo, de las confederaciones hidrográficas, como la del Júcar. Es decepcionante que los dos intentos más serios de mejorar el gobierno del agua en España –el Plan Hidrológico, impulsado por Aznar, y el Plan Nacional del Agua, por Rajoy– se hayan topado siempre con los mismos problemas del radicalismo ecologista, la deslealtad de la izquierda y el egoísmo nacionalista. La expropiación política del agua para usos partidistas es profundamente insolidaria y, además, fruto de una sublimación de sentimientos localistas incompatibles con una idea colectiva de nación. La principal lección de la DANA que ha asolado Valencia y otras zonas ya ha sido impartida y despreciada muchas otras veces: el agua es un bien nacional y como tal debe ser gestionado.

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