Editorial
Menores en delitos no menores
Lo que está superado por la realidad de la delincuencia juvenil es la ceguera ante el error de no ser más exigentes con determinados delitos gravísimos cometidos por menores de edad
La muerte violenta de una educadora social en Badajoz a manos de tres menores alojados en un vivienda tutelada reaviva el debate, nunca zanjado ni asumido sin prejuicios, sobre la responsabilidad penal de los menores de edad. Conviene, ante todo, huir de cualquier juicio extremo con ocasión de este crimen. Ni los menores tutelados son delincuentes en potencia ni la Justicia penal de menores es perfecta. Lo que sucede es que en el homicidio o asesinato de Belén Cortés confluyen ambos escenarios y es necesario abordarlos con realismo. Por lo pronto, en este caso es preciso aclarar si existían denuncias previas de esta educadora por amenazas contra ella por parte de uno de sus homicidas y si se tomaron las medidas adecuadas para protegerla y quién debió tomarlas. No es sano para sistemas tan complejos como el de la tutela de menores por las administraciones públicas que queden en la incertidumbre –o en la impunidad, peor aún– los posibles fallos en la escala de decisiones, sobre todo cuando estas se omiten pese a la evidencia de riesgos personales. Otros compañeros de Belén se han quejado de la inseguridad que sufren ante jóvenes agresivos.
Por otro lado, la Justicia penal de menores no tiene por qué ser cuestionada. Los homicidas de Belén Cortés tienen 14 y 15 años. Son penalmente imputables, por poco, pero no sometidos al Código Penal, sino a los castigos previstos por la ley orgánica de 2000. Si hay un delincuente reinsertable por definición ese es el menor de edad y el Estado ha de garantizar que la respuesta penal en estos casos está orientada a su recuperación. Lo que cabe debatir, sin que sean estigmatizados quienes lo propongan, es cómo alcanzar ese objetivo de reinserción. La ley de 2000 contempla un panel de garantías cuyo denominador común es evitar que el joven delincuente sufra unas consecuencias criminalizadoras y es razonable que sea así, aunque no a costa de que su víctima se convierta en una víctima de segunda clase. La mayoría de edad penal está situada a partir los 18 años. Entre 14 y 18 se aplica la ley de 2000, que contempla como pena más grave un internamiento por diez años en un centro de menores. Y por debajo de 14, el menor es inimputable, es decir, no asume ninguna consecuencia por sus actos.
En una sociedad avanzada del siglo XXI, con sistemas educativos obligatorios hasta los 16 años, como la española, es lícito y oportuno debatir si a un joven menor de edad no le es exigible plena conciencia de lo que significan valores como la vida o la libertad sexual. Son los bienes jurídicos más importantes en el ordenamiento penal, tan importantes que deben ser respetados por cualquier persona con un mínimo de discernimiento. La respuesta a un delito de homicidio o de violación cometido por un menor no debe basarse en un paternalismo que confunda quién es la verdadera víctima. Un joven de 16 o 17 años, en España, ha de saber que matar o violar es un crimen inaceptable y la respuesta debe armonizar el castigo con la reinserción.
La solución no necesariamente consiste en aplicar en tales casos el Código Penal sin más matices, pero cabría excluirlos del circuito de la ley de 2000 y articular en el Código Penal una respuesta específica, junto con un tratamiento penitenciario, también específico. Lo que está superado por la realidad de la delincuencia juvenil es la ceguera ante los errores de no ser más exigentes frente a determinados delitos cometidos por menores de edad.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete