editorial
Una ley contra el sentido común
El Gobierno anuncia una norma que entrega a las administraciones locales el poder de aplicar preceptos que contradicen la evidencia, el juicio experto y los fundamentos del derecho
Las políticas públicas concitan más rechazo entre los expertos que el control de los alquileres. Según una encuesta mundial de la escuela de negocios Booth de la Universidad de Chicago, sólo el 2 por ciento de los economistas apoyan estas políticas, y el 98 por ciento restante las rechazan. Es tanta la evidencia acumulada a lo largo de la historia de que el control de alquileres distorsiona el mercado, restringe la oferta, fomenta los conflictos entre propietarios e inquilinos y desincentiva la inversión inmobiliaria que el economista sueco Assar Lindbeck, fallecido en 2020, sentenció con rotundidad: «El control de los alquileres es la forma más efectiva para destruir una ciudad, junto con el bombardeo». Durante muchos años Lindbeck, estudioso del estado de bienestar sueco, fue uno de los encargados de seleccionar a los galardonados con el Nobel de Economía que entrega el Banco de Suecia.
Resulta aberrante que a estas alturas de la historia y sin mediar una situación de emergencia que lo amerite, el Gobierno se atribuya la capacidad de fijar el precio de las cosas, amputando el derecho de propiedad de los españoles en lo que concierne a la libre disposición de sus bienes. Y no hablamos de un bien cualquiera, sino de inmuebles que ocupan un lugar especial en el imaginario español, hasta el punto de que más del 80 por ciento de las familias españolas son propietarias de su vivienda habitual y la mitad cuenta con una segunda vivienda, según los datos de la encuesta financiera de familias del Banco de España. No es verdad, como pretenden hacer creer los partidos de izquierda, que el mercado esté en manos de cuatro fondos de inversión, que, por cierto, están ahora entre la espada y la pared por la subida de los tipos de interés. Los inmuebles son la auténtica reserva de ahorro de los españoles, lo que hace que nuestro mercado inmobiliario sea tan diferente al francés o al alemán, donde los ciudadanos ahorran en otros productos. Por eso mismo, jugar frívolamente con el mercado inmobiliario, adulterando el precio de los alquileres, significa poner en peligro el ahorro y el futuro de millones de españoles.
Resulta aún más significativo que el Partido Socialista que encabeza Pedro Sánchez emprenda, 38 años después del decreto de liberalización de los alquileres de Miguel Boyer, que puso fin al paternalismo franquista, una política en la dirección contraria, de la mano de partidos que sólo pretenden sumar más elementos de control social a su arsenal. Con este movimiento, el Partido Socialista vuelve a renunciar a uno de sus patrimonios clásicos y establece un nuevo hito de ruptura entre el tiempo de Pedro Sánchez y aquel otro PSOE que fue capaz de participar del proceso de modernización de España que supuso la Transición. La regulación de un mercado como el de la vivienda a través del control de los precios no sólo rompe el consenso científico, sino que constituye una involución insólita en el contexto de libertades y derechos que decidimos otorgarnos como país en 1978.
La excepción del Gobierno de Sánchez se evidencia también en la puesta en escena escogida para anunciar la ley. La diputada de ERC, Pilar Vallugera, y el portavoz adjunto de EH Bildu, Oskar Matute, asumieron todo el protagonismo del anuncio en un ritual que en otro tiempo habría sido irreconciliable con los usos previsibles en un partido de Gobierno. Ambos diputados no solo amagaron con realizar un nuevo desdoro a la bandera, presente en la sala de prensa del Congreso, sino que optaron por remarcar sus intereses contrarios al Estado al presentar la nueva norma. Ante la posibilidad de que las comunidades autónomas y las administraciones locales pudieran oponerse a la aplicación de la ley, Matute señaló que habría que dar la batalla contra esos políticos, mientras que Vallugera alcanzó a decir que no le incumbe lo que voten en otra comunidad que no sea Cataluña, olvidando que los diputados lo son en representación, cada uno de ellos, de toda la ciudadanía española.
Las políticas públicas no deben evaluarse por las intenciones que las inspiran, sino por las consecuencias que generan. Existen buenas razones para concluir que esta ley acabará por resultar inaplicable y que allí donde se ejecute generará efectos contrarios a los deseados. Lo que se ha intentado anunciar como un acuerdo histórico no deja de ser un trampantojo que deriva en las administraciones locales la posibilidad de activar, o no, una norma contraria a la evidencia empírica, al juicio experto y a los fundamentos más esenciales del Derecho.
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