EDITORIAL
La derecha populista tras el 9-J
La realidad de este sector político dista de ser homogénea en la UE, por lo que aunque han crecido, resulta dudoso afirmar que lo han hecho de manera aplastante
El panorama de la derecha populista europea está lleno de matices y dista de ser una realidad monolítica. Esto dificulta mucho la posibilidad de hablar de una victoria aplastante y generalizada de la ultraderecha a pesar de que los dos grupos en que está dividida en el Parlamento Europeo –Conservadores y Reformistas Europeos (CRE), al que pertenece el español Vox, e Identidad y Democracia (ID), liderado por Marine Le Pen– podrían sumar 134 diputados si se unieran, lo que los situaría inmediatamente detrás de los 136 de los socialdemócratas, pero lejos de los 190 del centro-derecha del Partido Popular Europeo (PPE) que sigue siendo mayoritario.
Una semana después de la votación se continúa debatiendo sobre si el anuncio de un triunfo apocalíptico de la extrema derecha estaba justificado o era una estratagema alentada por los socialistas que, al polarizar la elección, evitaron un castigo que parecía que iba a ser mayor. Al final, sólo cedieron tres diputados, casi nada comparado con el hundimiento de liberales y verdes, que perdieron en torno a una veintena cada uno.
Lo cierto es que la derecha radical tiene problemas importantes para actuar como un solo grupo en Europa. Como son básicamente nacionalistas, instintivamente reacios a la idea de posiciones trasnacionales o globalistas, lo que les une es su hostilidad hacia la inmigración o el socialismo, al que el argentino Javier Milei, su nueva estrella, llamó en Madrid «el enemigo común». La expulsión durante la campaña electoral de Alternativa para Alemania (AfD) del grupo que controla Marine Le Pen, por minimizar los crímenes de las SS y el nazismo, es un ejemplo de la discordia que puede llegar a reinar en su seno.
Las elecciones europeas, además, tienen una dimensión de voto de castigo que varios gobiernos consiguieron eludir, empezando por el de Giorgia Meloni en Italia, pero también en Dinamarca. En cambio sí se notó la penalización en Francia, donde la nacionalista y euroescéptica Agrupación Nacional de Le Pen obtuvo más de un tercio de los votos, el doble que la alianza liberal de Emmanuel Macron. Una vez superada la sorpresa que causó la audaz convocatoria de elecciones legislativas anticipadas por parte de Macron, se ha ido extendiendo la sensación de que ha sido una irresponsabilidad. No es la primera vez que Macron convierte la temeridad en estrategia. Lo hizo cuando prefirió organizar un movimiento, rasgo típico del populismo, en vez de una coalición de partidos para alcanzar la Presidencia. A eso hay que añadir que la falta de una mayoría parlamentaria le ha llevado a gobernar recurriendo a atajos constitucionales, legales, pero atajos al fin que erosionan la convivencia democrática de la república.
Alemania fue el otro país donde la derecha populista propinó un resultado humillante al canciller Olaf Scholz. Alternativa para Alemania quedó en segundo lugar con más votos que cualquiera de los miembros de la coalición gobernante. Aquí se ha vuelto a dar un patrón que se repite desde 2013: AfD cosechó su mayor apoyo popular en el territorio de la desaparecida República Democrática Alemana (RDA). Es una consecuencia de la posguerra, donde ha quedado en evidencia que la desnazificación promovida en el lado soviético no fue tal y que la política de asunción de culpas de Adenauer no tuvo eco real en el Este.
Así las cosas, el dilema real es si la derecha populista es elegible para participar en un gobierno europeo que deberá encabezar el PPE. Hay tres condiciones que cualquier aliado debería cumplir: ser proeuropeo, estar del lado de Ucrania y no del agresor Putin, y estar a favor del Estado de derecho.
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