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EDITORIAL

Dar voz a un despiadado asesino

Entran en colisión dos derechos fundamentales: la libertad de expresión y el derecho al honor y la intimidad de las víctimas, en este caso además menores. La Justicia ha de decidir cuál prima

Editorial ABC

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La publicación del libro 'El odio' de Luisgé Martín ha provocado un debate intenso en una ciudadanía sensibilizada hasta el extremo, como no puede ser de otro modo, con las víctimas de uno de los más horrendos crímenes de los últimos años. El espeluznante asesinato a manos de José Bretón de sus propios hijos Ruth y José, de 6 y 2 años respectivamente, sacudió a todas y cada una de las capas de nuestra sociedad. La madre de los niños, Ruth Ortiz, exesposa y víctima indubitable de la crueldad de este asesino sin par, ha levantado la voz para detener la venta de un libro que la hiere y que, según su parecer, violenta la intimidad de sus hijos.

Entran en colisión aquí dos derechos fundamentales: la libertad de expresión y el derecho al honor y la intimidad. En un sistema democrático, basado en el reconocimiento de derechos individuales y libertades públicas, el conflicto entre unos y otras es inevitable. Las libertades de información, de expresión y de creación artística a veces se ejercen de forma molesta, incluso dolorosa, pero no por ello de forma ilegal. En la ponderación de derechos enfrentados, el Tribunal Constitucional (TC) parte de la primacía de las libertades de información y expresión frente al derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, y solo cuando aquellas lesionan gratuitamente este derecho, pierden el amparo constitucional.

La creación literaria se encuadra en las libertades constitucionales y merece la protección legal cuando no desborda los amplios límites establecidos por el TC en su convivencia con los derechos más íntimos de la persona afectada. La reflexión sobre un crimen y un criminal, desde la perspectiva de un escritor, sin ánimo panegírico, sin voluntad de desmerecer a las víctimas, siquiera de comprender las razones del asesino, puede resultar hiriente, criticable, hasta repudiable, pero en los contornos de una polémica intelectual, no de la censura legal. Al creador que defiende su libertad le pesa la correlativa obligación de soportar la crítica a su obra, en un juego de libertades donde los juicios son a veces más severos que los de un tribunal. La editorial ha actuado prudentemente al detener la distribución del libro en espera de que un juzgado resuelva esta colisión de derechos que estudia la Fiscalía de Menores de Barcelona. Al mismo tiempo, el escritor ha puesto en un comunicado sus razones para abordar en el libro esta historia con «respeto a las víctimas»: dice que él no ha dado voz a Bretón, que «se la quita, niega su explicación de los hechos, le enfrenta con sus contradicciones». Pero lo cierto es que ese respeto está disminuido por la decisión expresa de no hablar del caso ni con Ruth Ortiz ni con su entorno, tal y como afirma en la página 55, para evitar «distracciones».

Debemos defender, por todo ello, la libertad de expresión. Pese a que su ejercicio pueda causar dolor o disintamos, debe ser lícito que un escritor elija cualquier asunto y pueda publicar sus ideas, aunque alguien pueda definirlos como infames. Eso sí, el autor debe someterse a las críticas que su trabajo provoque, libremente expresadas, incluso al vituperio o al escarnio. Cualquier filtro previo de ese ejercicio, cualquier consideración que pretenda la negativa a ejercer esa libertad de expresión o de imprenta, nos llevará a consideraciones sobre límites: qué se prohíbe, cuándo se prohíbe, quién lo prohíbe, cómo se prohíbe para evitar que se llegue a un posible conflicto. Y entonces estaremos abriendo la puerta a la censura, que es uno de los recursos más peligrosos para la democracia y la convivencia.

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