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La crisis permanente de la educación

España merecería establecer un gran pacto educativo, pero la ceguera ideológica y las políticas del muro parece que seguirán condenando a las próximas generaciones

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Gran parte de la energía política de nuestro país se invierte en tratar de solucionar problemas que generan los propios políticos. Mientras esto ocurre, asuntos nucleares como la educación desaparecen de la conversación pública, al tiempo que los índices de calidad prueban que llevamos años degradando la manera en la que educamos a los más jóvenes. Los datos del último informe PISA, el primero tras el Covid-19, arrojan unos datos preocupantes que requerirían tomar medidas ambiciosas y urgentes. La competencia en lectura, matemáticas y ciencias se ha visto mermada de forma sensible y los resultados de nuestros estudiantes de 15 años han descendido en una proporción semejante a la de otros países como Estonia o Dinamarca.

El mal de muchos jamás puede servir de justificación para disimular que España comienza a cronificar sus problemas educativos. Con los peores resultados de la serie iniciada en el año 2000, entramos por primera vez en la media de la CEOE, pero no por méritos propios, sino por la debacle ajena, lo que para el secretario de Estado José Manuel Bar parece una coartada suficiente. Que otros países hayan empeorado aún más que nosotros, como Finlandia, Alemania o Islandia, es un pobre consuelo ya que ellos caen desde más alto. No sólo fallan algunas políticas públicas, sino que las premisas fundamentales que inspiran nuestros sistemas educativos parecen dar muestra de algunos signos de agotamiento. El furor de las nuevas pedagogías, el emotivismo o la acogida acrítica de la innovación tecnológica no sólo están lastrando a nuestro país, sino que el marco europeo en su conjunto parece verse perjudicado por la manera en la que, desde hace décadas, hemos decidido educar a nuestros niños y adolescentes. Frente a esta caída generalizada de la UE, los países orientales (Singapur, Hong Kong, Japón, Corea, Macao, China y Taipei) exhiben una pujanza que deberíamos observar con suma atención.

La selección del profesorado, la cultura del esfuerzo y el conocimiento, las ratios por aulas, los programas curriculares y una correcta financiación son, sin duda, elementos clave a la hora de roturar un sistema educativo completo y complejo. Y así es como se llega al fracaso que denuncia el Informe PISA en las asignaturas que exigen abstracción, conceptos y comprensión, es decir, estudio y esfuerzo, lectura y entendimiento. La idea de que todo tiene que ser fácil en la enseñanza contamina cualquier intento de enfocar con realismo un déficit de formación que luego se manifiesta en el Bachillerato y la Universidad. Además, la diferencia entre la pública y la privada se agrava, lo que en un marco de descentralización puede acabar subrayando nuevas diferencias entre españoles.Más allá de la caída específica de España en competencias muy relevantes, en el interior de nuestro territorio también encontramos variaciones significativas. Vuelve a destacar Castilla y León como la comunidad que cosecha unos mejores resultados, seguida de Asturias y la Comunidad de Madrid. Y llaman la atención los pobres datos de Cataluña, País Vasco o Navarra, comunidades en las que la inmersión lingüística parece lastrar de forma evidente el aprendizaje de los alumnos. La Generalitat, sin embargo, en una nueva exhibición identitaria, no ha desaprovechado la ocasión para imputar su incuestionable caída a la inmigración. Luego rectificaron las autoridades educativas catalanas al asumir que hay un problema al margen de los alumnos inmigrantes, pero el borrón ya estaba estampado. Y es cierto que la diversidad entre los estudiantes condiciona la evolución de las aulas, pero esta es una de las características de la sociedad moderna, a la que deben hacer frente los gobiernos, no una excusa para disfrazar sus planes de reeducación nacionalista.

España no puede postergar ni un minuto más sus problemas educativos. El furor legislativo con el que hemos sucedido reforma tras reforma nos ha condenado a improvisar y nos ha impedido construir un marco estable, confiable, exigente y duradero. Existen suficientes evidencias que demuestran que gran parte de los presupuestos teóricos de las nuevas pedagogías parecen haber fracasado y, del mismo modo, nuestra educación pública exige una renovada protección basada en la inversión y en la exigencia. España merecería establecer un gran pacto educativo, pero la ceguera ideológica y las políticas del muro parece que seguirán condenando a las próximas generaciones.

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