TIGRES DE PAPEL
Los idiotas nunca se arrepienten
El arrepentimiento a veces no permite mucho más que rendir un homenaje al bien que nos negamos
Pablo Iglesias tenía razón (19/11/2023)
179 síes (12/11/23)
Hay una evidencia infalible que siempre retrata a los idiotas. No me refiero a la cursilada del idiota etimológico, el 'idiótês', sino al idiota ontológico, esa persona que exhibe sus pobres límites y se recrea en legitimar sus errores, algunos de los cuales pudieron dañar ... o humillar, a veces a otros, pero siempre a sí mismos. Ese tipo de idiotas morales suelen desenmascararse con una frase vanidosa y casi violenta a la que otros bobos asienten con una lamentable aquiescencia. Todos los hemos visto alguna vez. Es posible, incluso, que para nuestra desgracia nosotros mismos hayamos llegado a encarnar este paradigma de la imbecilidad durante un tiempo. La frase que lo delata, el signo inequívoco de esa condición, el enunciado irreversible que señala al idiota se compone de apenas cinco palabras: «no me arrepiento de nada». Lo sueltan y se quedan mirando al interlocutor como si acabaran de recitar un 'haiku' sapiencial.
Estarán conmigo en que esa frase es algo más que un disparate lamentable por más que la hayamos escuchado en boca de personas ilustres. Es una declaración de guerra a la más mínima conciencia moral. El arrepentimiento es una lucidez retrospectiva, un dolor que expresa que no estamos condenados a persistir en nuestros errores, una punzada de dolor que el ideal inocula en nuestra propia carne para exigirnos revertir los errores o no volvernos definitivamente ciegos para siempre. El arrepentimiento es una justa penitencia que acogemos en nombre de la verdad, en las mejores ocasiones por amor a otro. O a otra.
El hombre es siempre un animal arrepentido. Todos llevamos, más honda o más liviana, una marca heredera de la que tuvo Caín y al más torpe le ha sido dada la oportunidad de mirarse alguna vez en un espejo en el que poder reconocerse. Todos nos hemos sabido y querido abandonar, todos creímos que algún atajo pudo ser legítimo e incluso sospechamos en nuestra soberbia que contábamos con información y conocimiento suficiente como para saber decidir. Casi nunca fue así.
Vivir es errar, a veces por causa propia y sin lección saludable que atesorar después. A veces uno es sencillamente egoísta, mediocre, pequeño o miserable, pero al menos la conciencia nos devuelve una segunda mirada sobre la oportunidad perdida. Porque segunda no habrá. El arrepentimiento a veces no permite mucho más que rendir un homenaje al bien que nos negamos. Es la prueba de que la historia tiene un sentido oculto en el que rige el destino o una justicia no sé si poética pero sí al menos estética. El arrepentimiento es una sabiduría reparadora del ánimo, por más que el dolor no amaine. Es la prueba de que no estamos mal hechos del todo, una incomodidad que abona las formas de esperanza futura en que no volveremos a ser tan pequeños como aquel día fuimos.
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