TIGREs DE PAPEL
El cuidado del espíritu
Todo lo que rige el mundo y nuestra propia biografía es imperceptible a través de los ojos
Otra pareja que se rompe
En defensa de las jerarquías
¿Quién cuida hoy del espíritu? ¿Con qué recursos, con la ayuda de qué referentes, a través de qué tecnologías? La pregunta suena casi extemporánea o intempestiva y tal vez por eso tenga más sentido que nunca. Los menos avisados pensarán que el espíritu apela ... a una dimensión exclusivamente religiosa o incluso fantasmagórica, pero existe una tradición lo suficientemente asentada como para distinguir el sentido original del término y hasta podemos conformarnos con la primera acepción del diccionario de la RAE. Entendamos como espiritual todo aquello que en nosotros es inmaterial y volvamos a interrogarnos: ¿qué fuentes, prácticas o protocolos hay hoy sociablemente disponibles para cuidar de aquello que somos y que no se agota en la estricta corporalidad?
Quienes lamentan nuestra obsesión por lo material lo hacen preocupados por nuestro afán capitalista y acumulativo, pero a veces olvidamos que ese materialismo expresa una compresión mucho más integral de la existencia. No somos materialistas porque nos guste comprar cosas y exhibirlas, sino también, y acaso prioritariamente, por la obsesiva atención a nuestra condición corpórea y sensible. Las aceras se han llenado de gimnasios, salas de crossfit o gabinetes de belleza, las páginas de demasiados diarios asimilan el bienestar con prácticas dietéticas y la agenda política agota el cuidado del alma en una salud mental resumida en recursos asistenciales de última urgencia. Química para hacer nuestra vida soportable.
Todas las grandes tradiciones culturales han prestado una saludable atención al cuidado del espíritu. Es más, la propia noción de cultura, si hacemos caso a Cicerón, se caracteriza precisamente por estar referida a la custodia y la protección del ánimo. Para Platón, la filosofía no sería más una terapia del alma. Después de todo, cuando Nietzsche dijo que el cristianismo era platonismo para el pueblo, no es seguro que no estuviera haciendo el mejor de los elogios.
Nuestra sociedad no es pornográfica por nuestra exposición a una sexualidad explícita, sino por su obsesiva concentración en las apariencias visibles. Agotar nuestra existencia en la materia tangible equivale a renunciar al hondo secreto que nos vertebra. Sólo un necio podría desconfiar de lo invisible, pues todo lo que rige el mundo y nuestra propia biografía es imperceptible a través de los ojos. El miedo y el odio o el amor y la misericordia jamás podrán tocarse ni pesarse y, sin embargo, son realidades que nos inspiran y nos salvan de nuestra mediocridad o que pueden llegar a devorarnos hasta la destrucción.
Por mucho que tendamos a apreciar lo sensorialmente explícito, casi todo lo valioso en la vida se encuentra oculto y protegido detrás de un velo. Por eso los griegos decidieron llamar a la verdad 'alétheia', y por eso Schiller o Novalis se obsesionaron con el rostro velado de la diosa Isis. Cuidar, custodiar y proteger aquello que de nosotros no resulta visible es una encomienda imperativa para el ser humano y paradójicamente esta es una tarea para la que también necesitamos a los sentidos. No se puede cultivar el espíritu sin exponernos a la belleza o al silencio, que son los significantes sensibles de la gran verdad inmaterial. Acertó Camus cuando restringió el significado de cultura al ejercicio de nuestro sentido más íntimo, que es el de la eternidad.
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