la tercera
Semana Santa de palo y seda
Actos que transitan de la alegría al dolor, de la esperanza a la muerte, de la infamia a la gloria de la Resurrección. La Semana Santa callejera es un relato dramatizado del amor de Dios por nosotros
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El genio de un pueblo es como un campo fecundo; no se agota en una línea. La Semana Santa es uno de los lenguajes del universo que alaba a Dios de forma carnal y directa. El catolicismo asume con naturalidad el idioma del amor en ... el 'Cantar de los cantares' y la acción de comer en la eucaristía. «Frente la Semana Santa se ha podido pronunciar alguna vez la palabra irreverencia, exceso. Jamás la palabra 'heterodoxia'. Al revés: es la taza y media que se ofrece al que no quiere caldo. Frente al protestantismo, que no quería imágenes, un rabioso bosque de santos de palo; frente al jansenismo, que quería desnudeces espiritadas, plata, seda y oro» ('La Pasión según Pemán').
En Jesucristo, verdadero Dios y hombre, todas las herejías importantes se materializan contra la divinidad. En palabras del Papa Francisco, sea gnosticismo o pelagianismo, olvidan que «todo depende no del querer o del correr, sino de la misericordia de Dios», y que «Él nos amó primero» (‘Gaudete et exsultate’). Ante esto, la Semana Santa se ha aferrado con una plasticidad magistral del lado humano. En este columpio –la vida tiene mucho de balancín– puede darse un cierto riesgo de paganismo; pero jamás de herejía. La Semana Santa de las calles orienta nuestras miradas desde la presencia figurada, externa y visible, a la presencia misteriosa, real e invisible, y las desvía de nuestros ombligos. Nos alimenta por los cinco sentidos con la belleza, que nos conduce intuitivamente a Dios.
Se enamora la vista al contemplar los mayestáticos tronos y las tallas devocionales, escoltados por graves penitentes en procesión, y al hipnotizarse con el flameo de los cirios incandescentes; se enamora el oído, con solo percibir lejanamente los himnos, las marchas, los tambores y las trompetas; se enamora el olfato, excitado por las fragancias naturales y culinarias, y de la divinidad, que es el incienso; se enamora el tacto de las manos, cubiertas de primavera naciente, urbanas y agrícolas, que acarician con delicadeza y un punto de temor las capas y se cubren de guante por reverencia; y se enamora el gusto con la gastronomía que cada pueblo elabora por la Semana Santa.
Algunos se asombran de la alegría de los cofrades con la idea de la proximidad de la Semana Santa y durante su vivencia. Lo menos comprendido es la vida social en torno al aperitivo. Como me explicó un ‘doctor en teología popular’, la razón es que, como sabemos que la Pasión va a acabar bien, aunque haya penitencias de verdad (salir en la procesión y, más, si el capirucho se hinca; recorrerla descalzo o cargar un trono o paso, como andero, portador o costalero), las disciplinas de sangre resultan exageradas, y ya los únicos latigazos que nos damos son de cañas y tapas.
Chateaubriand anotó que el primer rasgo de la escultura para los cristianos surge «en la idea eterna de Dios, y la primera estatua que vio el mundo fue aquella famosa arcilla animada por el soplo del Creador». Concretado en la Semana Santa, Manuel Marín lo expresó con belleza en esta misma página: «Dios no solo está en los sagrarios. A veces se encuentra en un trozo de madera depurado por la gubia hasta conferirle rostro de hombre».
El siglo XVII es, en España, el gran siglo de la imaginería. Las órdenes religiosas, las parroquias y las cofradías son los principales comitentes del impactante arte contrarreformista. Abundan las «imágenes de procesión, en madera dorada y policromada, una escultura que busca, junto con el naturalismo, los efectos de la expresividad» (Plazaola). Es imponentemente rica y variada, con acreditados maestros y obras de primera calidad en cada taller. Andalucía destaca con Juan Martínez Montañés, Juan de Mesa, José de Arce, Pedro Roldán y su hija Luisa ‘La Roldana’, Francisco Antonio Gijón, Alonso Cano, Bernardo de Mora, los hijos de éste, y Pedro de Mena. En Valladolid, Gregorio Fernández. Y en Madrid, Manuel Pereira.
En el siglo XVIII, y en Murcia, el nombre es Francisco Salzillo. También descuellan Juan Pascual de Mena, de la escuela toledana; Luis Salvador Carmona, de la castellana; el sevillano Pedro Duque Cornejo, y los valencianos Ignacio y Francisco Vergara. El siglo XIX trae el debilitamiento de la fe, el debate entre el arte cristiano y la fe del artista, y la secularización de los símbolos cristianos. En España, pese a obrar artistas dotados y preparados, son pocas y endebles las manifestaciones del arte religioso y la imaginería. Habrá que esperar a la iconoclasia de uno de los bandos de la guerra civil del siglo XX para que renazca esta expresión artística del cristianismo.
Dios podría haber resuelto la salvación del hombre de muchas maneras: con un pensamiento, en silencio como la naturaleza, con menos suplicio y afrenta. Sin embargo, optó por la Encarnación, esto es, quiso contar con el hombre. Dios‑Palabra sale de la eternidad y se introduce en el tiempo. La gran tragedia de Jesús de Nazaret no se concluye en la eternidad, sino en el tiempo. Y no lo hace con un chasquido de los dedos, se ordena en episodios que es necesario recorrer, contemplar, interiorizar. Actos que transitan de la alegría al dolor, de la esperanza a la muerte, de la infamia a la gloria de la Resurrección. La Semana Santa callejera es un relato dramatizado del amor de Dios por nosotros.
Con cada Semana Santa nacen un nuevo sol y una nueva luna. Siempre es diferente, siendo la misma. Es un mundo entero que resplandece de asombro como la infancia. Lo que nos cansa y envejece no es la tradición, sino la moda (Chesterton). La ventaja es que «los que hacemos cosas antiguas estamos alimentados por la naturaleza de una infancia perpetua. No hay hombre enamorado que piense que otros lo estuvieron antes que él. No hay mujer que tenga un hijo que piense que ha habido otros hijos antes que el suyo. No hay hombre que luche por su ciudad que sienta el peso de los imperios destruidos».
En nada, el más modesto rincón de España se llenará de la Semana Santa de los santos de palo y seda. De cielos azules y luna llena, de timbales y cornetas, de golondrinas, vencejos y gorriones alegres, de cohetes de los domingos de Ramos y Resurrección, de colgaduras y azahares, de «tintineos de las caídas de palio, para que hagáis compás con los varales» (Antonio Burgos), de amaneceres y vigilias, de hábitos, túnicas, cíngulos y capas, de dalmáticas y ropones, de varales, palmas y báculos, de cruces de guía, bocinas y campanillas, de estandartes, banderines y libros de reglas, de incensarios y navetas, de saeteros a pie de calle o abalconados, de escalofríos y lágrimas, de monumentos en los templos, de poetas y pueblo soberano. En un suspiro, España entera se llenará de Semana Santa y su esperanza.
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