DESPUÉS, 'naide'
Primavera, de pronto
No nos queda otra que permanecer atentos a las señales de la felicidad, pues de las otras ya tenemos demasiadas
Muy mujer
Quo Vadis, Vox

Este año la primavera cayó en jueves a eso de las diez y cuarto de la mañana, entre la urgencia del rearme y el atasco, la borrasca y el mercadeo de inmigrantes para mantenerse en el Gobierno. Se abrió el cielo una cuarta y ... entró un haz de luz del sol, liviano y blanco, casi imperceptible, efímero como una raya en el agua. La claridad se abría paso por entre los nubarrones, la desesperanza y las ofertas de pistolas para arrimarse a las sienes. Bajó hasta el suelo, heroica y derrotada a la espera del siguiente chaparrón. Pero, por un momento, la ciudad entera se hizo campo y el gris de las aceras de los tribunales lo cubrían jaramagos de un amarillo adolescente, de hierba nueva, de flores de azahar recién abiertas en balazos blancos e insolentes, y lentiscos en los que entraban las tórtolas rápidas como a flechazos rosas, naranjas y azules. Por uno o dos segundos, fue primavera y había que estar ahí para reconocerla y dar fe de ella. La única prueba que tendremos de que la hemos vivido es la conciencia de haberla vivido y de haberla visto, de pronto, en ese aire de pausados giros, aparecerse como un fogonazo, como un sueño presentido antes de que empezara a llover de nuevo.
Hay que sentir la primavera así, con el agua al cuello y los pies aún fríos porque es la estación de las cosas que no son evidentes y debemos volver al 'Platero' de Juan Ramón
El tiempo que vendrá después de jersey en el armario, bota de vino en el Sol de Las Ventas y niños sonrosados que beben, jadeando, de las fuentes, será otra cosa. Estaremos hablando de los prolegómenos del verano, que es una estación vulgar y que siempre está muriendo. Porque el maíz siempre está altísimo y septiembre acecha con su amenaza de sirenas, de aranceles del doscientos por cien y de hongos nucleares. El verano es una muerte lenta a base de siestas, galbana, sudor, resaca y solaneras. Pero la primavera se hace tan viva en un momento preciso, medible, un instante consciente que somos capaces de recordar, un suceso que, lejos de extenderse y menos aún de perpetuarse como hace el invierno, se repliega en sí mismo, antes casi de sí mismo, cuando se forma el brote antes de la flor y el pájaro aún no ha tejido con su pico las ramas del nido con ese fenomenal desempeño, un poco como si nosotros hiciéramos la cama con la boca.
Hay que sentir la primavera así, con el agua al cuello y los pies aún fríos porque es la estación de las cosas que no son evidentes y debemos volver al 'Platero' de Juan Ramón y a los envíos de ramos de margaritas en este momento en el que los periódicos son invitaciones a meterse debajo de la mesa en posición fetal y a comprar pastillas depuradoras de agua. Cuando arrecia la locura, ahí quiero ver a los poetas cantando al imperio de las flores y los días que se acortan, y no el Domingo de Resurrección con Morante entrando por la calle Iris vestido de constelaciones y azabache, o con la Esperanza volviendo por Parra con los ojos cansados, oscuros y ojerosos como dos cañonazos. Como en la fiesta, que es la vida, estamos sujetos al imperativo de reconocer la belleza entre las demás cosas. No nos queda otra que permanecer atentos a las escasas señales de la felicidad, pues de las otras ya tenemos demasiadas.
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