siempre amanece
Ikurriñas en Cibeles
Me gustaba imaginar sobre mi espalda aquella ikurriña, bandera española entre banderas españolas
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Compramos las banderas en Amazon porque en casa nunca hubo banderas. Las dimos por hechas, renegamos de ellas, quizás nos llegaron a parecer vulgares en no sé qué esnobismo universal. Las cosas más importantes son las que crees que nunca te van a faltar ... hasta que te faltan, como el oxígeno, como el agua, como la salud, como la alegría, como la separación de poderes, como la bandera de tu tierra mancillada, traicionada allá a lo lejos. Una bandera de España, una de Navarra y una Ikurriña nos parecían una bella manera de ilustrar nuestra familia. Al salir del aparcamiento, parecíamos un chiste. Van una madre navarra, un padre guipuzcoano, tres hijos madrileños: ¿Cuántos españoles hay? «Cinco», me respondía a mí mismo, y sonaban por detrás risas enlatadas como de serie televisiva de los noventa.
Una nación es, entre otras cosas, un sentimiento fractal que se repite a sí mismo en diferentes escalas y al ver las copas de los árboles del Retiro me acordé de los 415 kilómetros que me separaban del mar del Paseo Nuevo de San Sebastián, las nanas de los niños en euskera y de aquella jota del siete de julio: «Si Navarra se quemara / yo me tiraría al fuego/. Con mi sangre lo apagara,/ que Navarra es lo primero».
Recorrimos la calle de Alcalá de nardos y faldas almidonás, de toreros a hombros y ciudadanía determinada. Ahí estábamos después de hacernos viejos recorriendo España –San Sebastián, Pamplona, Barcelona, Sevilla, Cádiz y Madrid– y poniéndoles a nuestros hijos Macarena por la Esperanza Macarena, Paloma por la Paloma y por Antoñete, claro, y Javier por San Francisco Javier pues llamándose, los tres recorren simbólicamente los 1.200 km. y cuarenta años del camino de nuestras vidas. Una manera de cuidar los símbolos es no permitir que otros se apropien de ellos y, en ocasiones, como el sábado en Cibeles, la vida te da la oportunidad de usarlos, que es una manera de defenderlos. De alguna manera, me gustaba imaginar sobre mi espalda aquella ikurriña, bandera española entre banderas españolas, y la de Navarra, la tierra donde echó a andar el sanchismo y ojalá que no termine allí su proyecto enloquecido. En la manifestación, todo fueron complicidades, señales de ánimo, palabras amables, muchas de ellas en euskera perfectamente pronunciado, gente que se sentía representada y nosotros entre ellos, dos de los suyos y ellos de los nuestros. Peláez nos tiró unas fotos de espaldas. En una de ellas, yo pasaba el brazo por encima de Elena y esa la borramos con cierto cachondeo porque, siendo yo tan grandón, aquello parecía la anexión de Euskadi a Navarra, cuando la anexión lógica sería, en todo caso, la de Navarra a Euskadi. Nos reímos de aquello.
Entonces nos hicimos mayores sobre el pensamiento fugaz y quizás absurdo de si las niñas encontrarán al desmantelar nuestra casa, ya vacía, dos trozos de tela que les cuenten quiénes éramos sus padres y quienes son ellas recorriendo de la mano de su aita y su mamá aquel Madrid al sol del otoño de un tiempo que quizás se estaba acabando para siempre.
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