Feliz no-Navidad

Tendríamos más éxito si el árbol de Navidad fuera sustituido por la hoja de marihuana, un símbolo ampliamente aceptado como imagen del bien entre los estratos de la izquierda antibelenista. Tal vez, habría que disfrazar lo de los turrones con vestiduras de las costumbres de otras religiones que los enemigos de la Nochebuena corren a celebrar con entusiasmo vociferante. La Navidad se presenta aquí como una tradición a evitar por los que abrazan todas las demás y juran que en la última ceremonia holístico-reiquiana de Bali –no sé si existe. Nunca he estado–, experimentaron una unión de todas las almas con el corazón de la tierra, pero no se tragan la figura de Jesús. Porque a ellos no se la cuelan y se hacen los listos recordando que los Reyes no eran reyes. Porque alguna de la gente que paga doscientos pavos por un cruce energético tirado en posición fetal sobre un tapete de un piso de Aravaca mientras otro toca el gong y enciende una vela de sándalo, después te viene a recordar que la Navidad es un invento consumista de unos grandes almacenes, y que caímos –estúpidos– en una gigantesca trampa para gastar.

Los que desechan la Navidad van abrazando todo lo demás en una asimetría que nos divertiría si no la motivara el deseo de joder. La Nochebuena no es obligatoria y, para no sufrirla, bastaría con hacerse una tortilla francesa, beberse un vaso de agua y meterse en la cama como cualquier otro día, pero esta cotidianidad privaría a nuestro amigo de un placer íntimo al que no está dispuesto a renunciar. El felicitador de la no-Navidad –distinto al que libremente no la celebra– emerge aquí sobre el pedestal de no creerse las cosas, un púlpito desde el que recuerda su independencia, su matiz racional, la suerte que tienes de conocer a un tipo como él que no pasa por el aro: el auténtico profeta. Si te fijas, parece que le está dando en la cara el viento de la historia. Él es, justamente, el que más desea que llegue la Navidad para desmontarla con su media sonrisa de pretendida rebeldía civilizatoria, ese cierto aire de follador argumental y antiguo en el que los demás solo advertimos un sofisticado majadero.