siempre amanece
En contra de compartir el postre
Acabando el banquete de la boda, trajeron un postre para chicas y otro para chicos. El de los hombres era de nata con frutas del bosque y el de ellas, de 'lemon curb' inglés con un fondo de galleta. A punto estuve de hacer ... sonar la copa con un cuchillo, ponerme de pie encima de la mesa y brindar con toda aquella gente por la muerte de la ideología de género y el final del 'woke', por Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y el hilemorfismo. Si un camarero era capaz de preguntar a alguien si el comensal era hombre o mujer, pues según el caso le esperaba un postre diferente, es que la batalla había concluido. Hay que asumir las derrotas, pero sobre todo hay que asimilar las victorias, me dije, y cuando me preguntaban en qué estaba pensando, les respondí: «Hemos ganado». Entonces, Elena me aclaró que lo del postre de género era para que los invitados lo compartieran.
Mi amigo Felipe Montero odia compartir el postre y nadie osa pedirle probar el suyo o proponer un plato en el centro de la mesa. Tiene razón Felipe en que comer del mismo plato de dulce supone una degradación del fondo y de las formas que fomenta el propio camarero. «Les traigo varias cucharillas porque seguro que van a comer», suele comentar refiriéndose a los que no quieren postre, como si no fueran personas capaces de mantener sus decisiones, como si cedieran por fuerza a esa concupiscencia del plato al centro en la que a uno no le llega para embridar sus apetencias. Como si hubiéramos dejado de ser responsables y enseguida hubiéramos de saltar sobre una torrija caramelizada. Esto resulta especialmente lacerante en comidas formales de trabajo en las que se trae a la mesa un plato con postres variados y la conversación deriva indefectiblemente hacia las apetencias de cada cuál en la que el presidente comenta que no puede resistirse al helado de vainilla y uno se pregunta a qué otras cosas no podrá resistirse. Entonces, la mesa entra en una relajación y una intimidad del todo incómodas y uno se ve metiendo la cucharilla en el mismo tocino de cielo que el comercial que esa misma mañana maniobraba para conseguir su despido. El resto de comida termina siendo tan infinitesimal que todo parece saliva de ese miserable.
Se inicia entonces una conversación sobre lo ricos que están los canutillos que suele venir acompañada por bocas llenas y otros signos de la mala educación cuando la descubre la gula. Todos son un poco aquel tipo del sketch de Monty Python en el que un gordo comía tanto que terminaba por explotar. Esa ceremonia de exaltación de la salivación que tanto me incomoda, como del perro de Pavlov con reserva en la terraza climatizada, resulta grotesca pues el ejercicio de compartir el postre invita a una familiaridad en el rito que es intolerable en una cultura que se tome en serio a sí misma. Se empieza compartiendo un 'coulin' de chocolate y se termina mirando cómo a la mujer de uno se la trajina otro señor.
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