ANTIUTOPÍAS
'El odio' y el odio
El odio cultural de Luisgé no debió ser cancelado, pero las factorías del odio político, ellas sí, deberían ser penalizadas con el repudio social
Los 89 de Vargas Llosa
La cancelación de la nueva derecha
A veces un solo episodio sirve para desvelar las contradicciones de nuestro tiempo, sus paradojas y hasta sus estupideces. La incursión literaria que hizo Luisgé Martín en las entretelas del corazón de un psicópata para explorar los sentimientos más viles y antisociales, aterró al biempensante ... medio cultural, que prefirió cancelar su novela, 'El odio'. Pero en cambio, al mismo Luisgé nadie le reprochó que hubiera usado su pluma para moldear un estilo político, el de Pedro Sánchez, cimentado en el populismo más ramplón, la remoción de las bajas pasiones, el muro y el odio al opositor. En el campo cultural se prohíbe explorar las pasiones más terribles del ser humano, y en cambio en la política se utilizan a diario con la más cínica desfachatez. El odio en literatura estaba muy mal; el odio en la política, muy bien.
En el mundo en el que vivimos ha cobrado fuerza la idea de que las obras culturales no pueden ser desafiantes u ofensivas. Se les pide lo contrario, más bien, que sean feministas, inclusivas, verdes, antirracistas, y que ofrezcan visiones edulcoradas de la sociedad. El arte renuncia a la libertad y al peligro, a aventurarse por los rincones más oscuros de la vida humana, a tratar temáticas difíciles de digerir para la moral contemporánea, a incurrir en riesgos y hasta en irresponsabilidades, y mientras tanto el político contemporáneo azuza desenfrenadamente el rencor, el miedo y la furia tribal para aniquilar moralmente al enemigo. Y digo enemigo, porque es claro que el populismo contaminó por completo las democracias occidentales, y el campo político ya no se entiende como una pugna entre ideologías y valores, sino entre agentes del progreso y la fachosfera, las fuerzas del cielo y los zurdos de mierda, el pueblo y los fifís.
En Colombia era sorprendente oír al entonces ministro de Cultura, el escritor Juan David Correa, decir que la cultura debía cuidar la vida y la paz, y luego ver a su jefe directo, el presidente Gustavo Petro, encender la calle con soflamas en contra de la oligarquía esclavista y la élite golpista que quería derrocarlo. Las artes debían servir para apaciguar las emociones que luego el político rociaba con gasolina. De ese desbarajuste no podía salir más que una cultura domesticada y predecible, hecha de eslóganes y fines utilitarios –hacernos buenas personas–, y una política destructiva, encaminada a fragmentar la sociedad y a convertir al ciudadano en un guerrero cultural y en un cabrón sectario, podrido de odio. Y no, el asunto debería ser al revés. Es en la literatura donde se pueden ventilar las pasiones más bajas, porque su contenido no irradia toxinas ni esparce el mal, sólo desvela lo que de otra forma no podríamos ver. Es en la política donde el odio sí es contagioso. Quien lo despierta se beneficia a sí mismo haciéndole un daño nefasto a la democracia. El odio cultural de Luisgé no debió ser cancelado, pero las factorías del odio político, ellas sí, deberían ser penalizadas con el repudio social.
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