TRIBUNA ABIERTA
El espejismo del retorno de la diplomacia de cumbres
Hay que darle la bienvenida a la reactivación de foros en los que los líderes se encuentran y buscan soluciones a los retos globales
Durante las últimas semanas hemos visto un resurgir de la diplomacia de cumbres, el mecanismo por el cual las citas de mandatarios operan como un catalizador de las relaciones internacionales. Encuentros como la COP27 en Sharm-el-Sheikh o el último G20 en Bali parecen simbolizar un cierto retorno a este tipo de formatos y a que depositemos nuevas esperanzas en ellos para reflotar una colaboración internacional que no atraviesa su mejor momento.
El avance de la diplomacia a través de grandes citas que jalonan la agenda internacional ha tenido un evidente desarrollo durante las últimas décadas hasta el inevitable freno que supuso la pandemia, que remitió durante un tiempo a la virtualidad. Poco a poco, los líderes han retomado sus viajes internacionales: vuelven las fotos de familia en las que el rostro de los mandatarios ya no se oculta tras una mascarilla, o se divide en las cuadrículas de una pantalla de Zoom.
Algunos han acogido con esperanza este aparente retorno a la normalidad. La diplomacia de cumbres transmite la sensación de recuperar una cierta previsibilidad que se había ido perdiendo en estos tiempos de incertidumbre. La aprobación de comunicados finales deja entrever que el acuerdo entre países es aún posible, aunque sea de mínimos. Biden y Xi se estrechan la mano, sonrientes, y la amenaza de un choque entre las dos grandes potencias nos parece algo más lejana.
Hay que darle la bienvenida a la reactivación de foros en los que los líderes se encuentran y buscan soluciones a los retos globales. Y hay que agradecer que sirvan de excusa para que los mandatarios de los dos países más poderosos del planeta se reúnan por fin e intenten poner freno a una escalada que amenaza con llevarnos a un conflicto de consecuencias imprevisibles. Pero no debemos llevarnos a engaño: la diplomacia de cumbres no es suficiente para dar respuesta a los retos sin precedentes de este momento histórico, marcado por una creciente fractura del orden global.
De una parte, no hay que olvidar las muchas críticas que hasta hace poco se le hacían a estas citas: multiplicación innecesaria, solapamientos, fastos excesivos, declaraciones carentes de seguimiento, distancia y desafección por parte de la ciudadanía... Y por otra parte –y si cabe más importante– hay que señalar que ninguno de esto encuentros aborda de frente el verdadero reto de fondo al que se enfrentan en la actualidad las relaciones internacionales: que los foros multilaterales reflejen un nuevo equilibrio de poder, no sólo entre países, sino también el marcado por la creciente complejidad de actores y fuerzas que moldean la globalización.
Necesitamos, pues, repensar esta forma de hacer diplomacia, con menos cumbres y más eficaces, que devuelvan la confianza de la ciudadanía hacia el multilateralismo. Y que reflejen el mundo de esta primera mitad del siglo XXI, no el de la segunda mitad del siglo pasado. Ello pasa por reinventar la forma en la que articulamos la gobernanza global en un planeta que acaba de sobrepasar los 8,000 millones de habitantes: menos basada en la intergubernamentalidad y más en la inclusión de otras voces y actores; menos en la competencia de poderes y más en la agenda de retos compartidos; menos en lo que nos separa y más en lo que nos une. Los tiempos lo demandan.
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