La Tercera
Entre el Derecho y la vida pública
No faltaron catedráticos que supieron renunciar a lo fácil y arriesgarse a arreglar problemas ajenos, ejemplo de cómo poner el mérito y la capacidad al servicio de los demás
El fin de una democracia
El hombre occidental se odia a sí mismo
Dos cuestiones me han llevado en esta ocasión a ponerme ante el ordenador. La primera y principal, el ambiente de descrédito hacia los políticos y la política, ante espectáculos poco ejemplares en lo que debería ser una escuela de diálogo y mutuo respeto, apuntando a un logro común, aunque fuera por vías diversas. Cuando, por el contrario, se pretende descalificar al contrario, negando toda posible legítima alternancia, hablar de democracia acaba perdiendo sentido.
En segundo lugar, el hecho de haber presentado en estos días un libro –con el mismo título de estas letras– en el que, por sugerencia de un colega, repaso mi trayectoria, desde las conclusiones de la ya lejana tesis doctoral hasta las últimas publicaciones, en revistas científicas o páginas de opinión. Esta mirada al pasado me ha animado a evocar la clase política que yo conocí. Hombres trabajadores y honestos, que consideraron obligado aportar algo a la cosa común, sin preocuparse de lo que podían perder a cambio.
Para ello tendré que regresar a mi niñez. El primer político que conocí, vecino en las etapas estivales, había sido ministro de la República, no escondía ni su cristianismo ni su preocupación por una reforma agraria nada grata a los terratenientes. Verle pasar erguido –de punta en blanco, camisa y pantalón como traje de gala– camino del santuario, que delimitaba con el faro la chipionera playa de Regla, era todo un espectáculo. Su chalé (Santa Ana del Mar) y el de mi abuelo (Nuestro Señora de los Dolores, en homenaje a la abuela) eran los primeros en ese hoy emplazamiento; lo que implicaba, por entonces, toldos contiguos en la arena y contactos familiares cotidianos. Cuando tuvo noticia de que yo había superado el Preu, me invitó a subir al torreón de su chalé y me transmitió sus inquietudes universitarias y políticas.
Giménez Fernández no escondía tampoco su despego al régimen de Franco y lo contagiaba a sus alumnos en la Facultad de Derecho hispalense. Recuerdo la primera asamblea de facultad, a la que acudí a mis 16 años, con Alejandro Rojas Marcos narrando su primera estancia en comisaría, por haber ido ¡a Valladolid!, a proponer la democratización del vertical Sindicato Español Universitario (SEU). En el curso superior al mío don Manuel había dejado honda huella. Guillermo Medina sería diputado en la primera hornada de UCD y Antonio Ojeda, además de notario, sería senador y más tarde presidente del Parlamento andaluz. Del mismo curso era Felipe González, que aún no se llamaba 'Isidoro', aunque sus contactos posteriores con laboralistas y la beca que le llevó a la católica universidad de Lovaina, le hicieron socialdemócrata y nada convencido de que para ser demócrata hubiera que ser marxista.
Las clases de Giménez Fernández eran siempre peculiares. En más de una, planteaba pequeños exámenes orales voluntarios, girando en torno al libro en que apoyaba esa fase de la docencia. El alumno se acercaba y, formulada la pregunta, el oía le respuesta parapetado tras el último ejemplar de 'Le Monde' que había llegado a sus manos y daba luego paso al siguiente.
No faltaron en su entorno otros catedráticos, que supieron renunciar a lo fácil y arriesgarse a solucionar problemas ajenos. Un brillante Jaime García Añoveros despertó en mí un profundo interés por la economía, que no llegaría a prosperar. Manuel Clavero, rigor y honestidad en persona, lograría años después, levantarme de mi cómoda independencia académica para afiliarme a su postucediana Unidad Andaluza y ponerla en marcha en Granada. Fui también alumno de Manuel Olivencia y de la primera promoción de los de Miguel Rodríguez Piñero, que llegaría luego a presidir un prestigiado Tribunal Constitucional. Todos ellos fueron ejemplo de cómo poner el mérito y la capacidad al servicio de los demás.
Aún alejado de la política, tras el fracaso del intento andalucista, mantuve mis contactos universitarios con los Javier Tusell y Eugenio Nasarre, de la fundación Humanismo y Democracia. Un buen día, ya en 1986, Óscar Alzaga me sorprendería animándome a jugar la carta democristiana del PDP. La confección de las listas de la Coalición Popular –con AP como núcleo– no debió ser tarea fácil, con solo dos escaños granadinos pronosticados. Al final, según supe luego, Fraga consideró que, en una provincia universitaria como Granada, un catedrático como cabeza de lista no iría mal. ¡Qué tiempos aquellos en que una cátedra podía convertirte en parlamentario! Hoy parece más bien un notable obstáculo. Me basta ver fuera del Congreso a mi colega Francisco Contreras, tras una legislatura ejemplar; pero, en la efebocracia reinante, la imagen se ha hecho más decisiva que el mérito.
El Congreso en 1986 rebosaba de miembros que ya habían demostrado con creces su valía. En el PDP me encontré a uno de los padres de la Constitución: Gabriel Cisneros, siempre en aparente segundo plano; capaz de trabajar sin exhibicionismos y de escribir sin firmar: ¡qué de editoriales de ABC pergeñados en el escaño! Me vi acompañando a no pocos exministros: Íñigo Cavero, Martín Villa, Núñez Pérez, Ortiz González, Juan Rovira y a parlamentarios fogueados: Luis de Grandes, García Margallo, Jaime Ignacio del Burgo. A veces he oído proponer que se limiten los mandatos de los parlamentarios, lo que me ha llevado a preguntarme ¿y quién enseñará a los nuevos?; a mí me enseñaron ellos. Y no todos eran juristas. Me llamó la atención el paso por el Congreso del cirujano cardiovascular Ramiro Rivera, como ejemplo de que no han faltado diputados a los que cada asistencia a un pleno no les había salido gratis. Por lo que cuentan, no parece ser ese el nivel de hoy. No obstante, en el Congreso no solo aprendí de los diputados. También, y no poco, de los letrados. De Luis María Cazorla, coleccionista de oposiciones de alto nivel. Catedrático, abogado del Estado y alto cargo en la Bolsa; por no hablar del deporte o la novela; letrado mayor del Congreso. De Ignacio Astarloa, que ocupó este mismo cargo, antes de pasar a la política, sin renunciar a ser también profesor universitario. Y tantos otros políticos que me perdonarán que, por razones de espacio, no les mencione.
Como catedrático, me alegra mucho encontrar a antiguos alumnos con ya reconocido prestigio profesional. A la vez me produce pena encontrar a otros jóvenes prometedores, que se zambulleron en la política, a la que no estaban aún en condiciones de aportar demasiado, y de los que posteriormente no he vuelto a saber gran cosa.
En algún vistazo ocasional a un vídeo pasajero me ha extrañado el tono de algunas intervenciones parlamentarias, que parecen convertir los debates en un concurso de a ver quién insulta con mayor agresividad. Es lamentable esa falta de sentido institucional. No tiene nada que ver con lo que encuentro, repasando viejos debates de hace unos decenios. Una de las consecuencias de una malentendida partitocracia es esa tendencia a minusvalorar capacidad y madurez, que lleva a convertir lo que juvenilmente se criticó como casta en una costra que desvirtúa a las instituciones democráticas.
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