La Tercera
Solo se vive una vez
Las pensiones recientes superan, en promedio, el sueldo de un español de treinta años. Parece claro que todo esto afectará a la democracia en el largo plazo
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Hace unos días presencié un evento singular. En la plaza de Ópera, frente por frente del desaparecido Real Cinema, aquel donde Ortega, en 1931, había instado la rectificación de la República, unas cien abuelitas daban botes al compás de 'Sólo se vive una vez', la ... canción gitana de Azúcar Moreno. Me divirtió pensar que esa fiesta era en realidad una manifestación, y que las abuelas sandungueras estaban reivindicando sus pensiones amenazadas. «¡Que me quiten lo bailado!», estarían intimando los rostros provectos y cuidadosamente maquillados de las ménades castizas. O también: «¡Hasta aquí hemos llegado, y al que tenga algo en contra, que le den!». Pero me dejo de bromas y paso a las veras, esto es, resumo rápidamente nuestra aritmética pensionaria.
Las pensiones españolas no son las más altas del mundo por una razón contundente: España tampoco es el país más rico del mundo. Sin embargo, son generosas, generosísimas, con relación a nuestros recursos. Por ejemplo: la tasa de sustitución, definida como el cociente entre la pensión y el último salario percibido, es la segunda o tercera más alta de la OCDE. ¿Viene esta preeminencia de antiguo? Quia, no. En España, la descompensación entre los salarios y las pensiones se ha acentuado seriamente a partir de 2000. José Antonio Herce, en un ensayo imprescindible ('Ya es hora de trazar la raya de las pensiones'), explica que entre 2000 y 2020 los salarios subieron a un ritmo anual del 1,79 por ciento, en tanto que las pensiones lo hicieron al 3,91. A saber, más del doble. Al tiempo, la edad media de la población no ha cesado de aumentar. Teniendo en cuenta que a los doce años de jubilación el pensionista ha recibido ya una cantidad equivalente a la aportada por él y su empleador, nos encontramos con que cada vez son más los españoles que viven de recursos sufragados con impuestos o deuda pública.
Más leña al fuego: las pensiones recientes superan, en promedio, el sueldo de un español de treinta años. Parece claro que todo esto afectará a la democracia en el largo plazo: muchos jóvenes estiman, en efecto, que no llegarán a cobrar una pensión. Si a eso se suma que no abrigan tampoco demasiadas esperanzas de ser propietarios de una vivienda, no debería sorprendernos que acaben políticamente… donde Cristo dio las tres voces. No resistiré a la tentación de reproducir un comentario que Hayek deslizó en 1960 en su obra más famosa, 'The Constitution of Liberty'. Tras afirmar que la evolución del sistema de pensiones en Gran Bretaña abocaba a que los viejos acabasen viviendo a costa de los jóvenes, advirtió: «A la postre no será la moral, sino el hecho de que son los jóvenes los que nutren las filas del Ejército y la Policía, lo que determine el desenlace final: campos de concentración para los ancianos» (Parte III, cap. 19).
Esto es una salida de pata de banco, claro está. Hayek, cuya acrimonia era memorable, se las componía mal para templar el tono, y según qué ocasiones, el pensamiento. A los sesenta y tantos años de publicada 'The Constitution of Liberty', los datos disponibles no revelan todavía el apocalipsis, sino más bien, tanto si se mira a los entrados en años como a sus hijos y nietos, un estado de confusión que raya con la disociación cognitiva. Les facilito unos datos correspondientes a un informe de Metroscopia difundido en mayo de este año. Si bien cerca del 70 por ciento de los españoles con menos de 65 años prevé cobrar pensiones más bajas que las ahora vigentes o no cobrarlas en absoluto, ochenta y tres de cada cien aprueba que se actualicen anualmente con el IPC, mientras un setenta y tantos por cien se niega frontalmente a que se amplíe la edad de jubilación. ¿Cómo es posible que aplaudan la actualización de las pensiones, o rechacen la ampliación de la edad laboral, los mismos que estiman que el sistema avanza hacia la insolvencia? Existen hipótesis diversas. Por ejemplo, el entrevistado prefiere mentir a expresar una opinión que podría ser interpretada como poco solidaria; o se apunta a lo que le conviene, por si suena la flauta; o no sabe lo que dice. ¿Delataría lo último una preocupante falta de sindéresis? No, o no por fuerza. Tiendo a pensar, en línea con lo sostenido por Schumpeter en 'Capitalism, Socialism and Democracy', que la gente experimenta dificultades para centrarse responsablemente en aquellas cosas, en especial las atinentes a la vida pública, que escapan a su control personal y directo. Cuando la decisión recae sobre el Gobierno o sobre una mayoría indefinida, la mente del ciudadano se relaja y campan por sus respetos el retruécano, la consigna piadosa y otras formas dimisionarias de la inteligencia.
¿Cómo combatir en una democracia esta negligencia del pensamiento, y también del sentimiento? El optimismo incauto nos induce a esperar que la autoridad moral de un mandatario, aupado al poder por millones y millones de sufragios, bastará, apenas formule una cuestión de manera franca y persuasiva, para que el buen pueblo, hasta ese instante ignaro o indolente, salga de su sopor y se enfrente a los hechos. Pero la realidad es más complicada. Lo demuestra ejemplarmente el contencioso de las pensiones: ningún partido se expondrá a llamar a las cosas por su nombre si teme que sus rivales aprovecharán la ocasión para hacer demagogia y medrar a su costa. Solo oiremos la verdad después de que todos hayan suscrito entre sí un pacto de no agresión. En no habiendo acuerdo, entiéndase, en las democracias alborotadas y facciosas, nadie se arrancará a sumar dos más dos, y todo seguirá como de costumbre.
Repárese, de nuevo, en nuestro país. Aunque, según el informe de Metroscopia, el 73 por ciento de los votantes reprocha al Gobierno que no tenga un plan para garantizar el futuro de las pensiones, es seguro, ¡oh paradoja!, que sobre ese mismo Gobierno caerían rayos y centellas en el supuesto de que amagara con hacer por fin algo útil. Recordemos, sin ir más lejos, el caso reciente de Macron en Francia.
¿Sólo se vive una vez? Según. A lo mejor, no llegamos ni a media.
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