La Tercera
Las tres ciudades y el reloj
Hoy trajinamos prendidos de relojes en las muñecas, en el móvil o en el ordenador. Se nos caen continuamente sus infinitos 'ahoras'
Quod natura non dat política non presta
El dilema moral de la izquierda
A la memoria de Pilar Urdampilleta
Aunque, progresivamente, parece que en Occidente se goza de una mayor esperanza de vida, los expertos sostienen que cada vez se detecta una sensación más grave de falta de tiempo. Silogística e ineluctablemente, estas premisas nos llevan a concluir que, año a año, vamos a dedicar una porción mayor de nuestro tiempo a angustiarnos por su falta.
Los ensayos publicados este año entre nosotros de Jenny Odell, Pascal Chabot o Stefan Klein aluden, de una manera u otra, a esta ahogadísima disposición contemporánea. La pregunta por el tiempo es antiquísima, ahora bien, quizás el ciudadano contemporáneo (longevo, hiperconectado, desbordado) pueda poner algún acento propio sobre tan venerable asunto. Al menos, según los mencionados filósofos, el individuo contemporáneo se ve hoy acuciado por el tiempo y por el apremio de su falta de una manera genuina.
La primera meditación importante sobre la cronología se encuentra en la 'Física' de Aristóteles. Para empezar, distinguió el concepto de movimiento (quizá su tema predilecto) del de tiempo. Aristóteles designa el último como «número del movimiento según el antes y el después». O sea, cuando la conciencia humana dice «¡ahora!» detiene el movimiento en marcha. Así, 'produce' el tiempo. Ese 'ahora' es el instante, que Aristóteles denominó como «número del movimiento» (en su griego nativo, 'arithmós kinéseos'). El tiempo presente cuenta con dos vecinos adosados: el pasado, el 'antes', y el futuro, el 'después'.
El 'ahora' es obvio, vivimos en él. No obstante, aunque habitamos en sus dominios, el presente no se deja pensar. En cuanto se cavila sobre el 'ahora'… ya no es tal, ha devenido pasado. En cambio, el pretérito y el futuro se dejan contemplar con más tranquilidad. A diferencia del presente, no se nos escapan. Se puede disponer sin problema del pretérito y del porvenir (de hecho, los nostálgicos y los ambiciosos, respectivamente, lo piensan todo desde el pasado y el futuro). Ahora bien, éstos atesoran su propia aporía: es que el pasado y el futuro no forman parte de nuestra experiencia directa. No se dejan tocar. En cuanto vivimos efectivamente el futuro, ha dejado de ser futuro… y se ha trocado en presente. ¿Es más huidizo el presente que se hace pasado cuando se piensa, o el futuro que se torna presente cuando se termina viviendo?
Sí, el tiempo nos deja perplejos. Pero también este huidizo burlón cayó preso de los hombres. El hecho de que no se entienda qué es el tiempo no quiere decir que no se pueda medir. Existe un progreso de la mensura del tiempo. En el pasado, el reloj solar registraba las mutaciones en el cielo y el de arena, el correr de la arena por el cuello traslúcido de un recipiente. Más modernamente, el reloj de agujas obvió los cambios del mundo y se ensimismó, concentrándose en el 'puro discurrir' de los segundos, los minutos y las horas. Este nuevo reloj dejó de medir cosas (el sol o la arena) y pasó a mensurarse a sí mismo. De esta manera, el tiempo abstracto (el discurrir de un 'ahora' a otro) fue desnudado, fraccionado y numerado por unas manecillas saltarinas con rigor inédito. Nuestro reloj digital exacerbó este control. Se libró de las agujas corredoras. Se centró en los números. Como un microscopio, el reloj digital contemporáneo descubrió nuevas partículas en el viejísimo devenir del mundo.
Acaso esta mensura digital ha invocado unas agitaciones inéditas, unos apremios que son los nuestros. Hoy trajinamos prendidos de relojes en las muñecas, en el móvil o en el ordenador. Se nos caen continuamente sus infinitos 'ahoras'. Desde la mañana hasta la noche, bailamos al son del mismo tic-tac, que ya no es un tic-tac porque el reloj digital discurre mudo. Vivimos pendientes de sus números silenciosos. ¿Estaremos a la altura de la hora, minuto y segundo que señala ahora ese omnímodo cronómetro gigante o hemos vuelto a no dar abasto?
En el siglo XX, Martin Heidegger incluyó en sus consideraciones algún despreció hacia la (¿contemporánea?) sensación de falta de tiempo. Su 'Ser y tiempo' ya barruntaba que este era el signo de nuestra Era. Para Heidegger este agobio específico constituía un síntoma de «inautenticidad». La dispersión, el curioseo superficial y la falta de tiempo dibujaban para él un nuevo ser humano. Frente al disperso, banal, insustancial, individuo moderno, Heidegger proponía un yo responsable, auténtico, que disponía de un tiempo valioso. Sus quehaceres informaban al tiempo, no al revés. Para el picaflor, la agonía se encuentra en el dictado soberano de los relojes. En cambio, el tipo auténtico concede su tiempo, se entrega, a esto o aquello.
No obstante, este último paga cara su soberanía sobre el dictado de los relojes. Aunque evita las banales microzozobras diarias, tiene que hacer frente a una sola angustia, de magnitud, acaso, mayor que todas las otras juntas. Hablo de la muerte. De una parte, el inauténtico superficial se azora por esto y por aquello… se altera por ese encuentro al que no llega… y ese libro que no lee… pero realmente no se hace cargo del peso de la existencia. La muerte es un pajarraco que sobrevuela otras cabezas, nunca la suya. En cambio, el heideggeriano tiene el curioso privilegio de conocer la angustia, al ser bien consciente de su finitud. Este terror, elevado, monumental, alemán, es en el fondo lo que da valor y aquilata sus trabajos y sus días. Yo diría que ambas actitudes humanas hacia el tiempo han encontrado sus dos figuras más cumplidas en la literatura infantil universal. Lo cual es bastante paradójico, puesto que nadie se encuentra más alejado que un niño a estos sobresaltos cronosóficos, contemporáneos o no.
De una parte, el conejo de 'Alicia en el país de las maravillas', de Lewis Carroll, lamenta, como todos en la urbe contemporánea: «¡Dios mío! ¡Llego tarde!». Cada día, la Ciudad Conejo se levanta de la cama con esta asfixia. Por otro lado, es sabido que el cocodrilo del País de Nunca Jamás, de 'Peter Pan', de James Barrie, devoró de un bocado la mano del Capitán Garfio. En su estómago persistía, en perfecto funcionamiento, el reloj de pulsera del pirata. Los miembros de la Ciudad Caimán escuchan a veces ese 'tic-tac'. Y, como Garfio, tiemblan. Así, propongo la figura del cocodrilo como emblema del tiempo de los existencialistas. Esta segunda figura advierte: «¡Tu tiempo es limitado, efímero pardillo!». Los adultos pertenecemos, simultáneamente, de estas dos comunidades.
Últimamente, he frecuentado el teatro infantil y he disfrutado de funciones familiares en los escenarios de los teatros Luchana, Teseo, el extraordinario San Pol, el Maravillas y el Lara, todos ellos en Madrid. Justamente, los dos últimos representaban las obras mentadas de Barrie y Carroll. Como en un bastión contra la Ciudad Caimán y la Ciudad Conejo, los niños allí congregados obvian nuestras figuras. Casi prehistóricos, los infantes ignoran la agonía inmensa del conejo blanco. Cual inmortales, ellos desconocen la entraña y el motivo del pavor cerval del capitán manco. Aquellos teatros se me antojaron como un gran paréntesis, una ciudad aparte, que podríamos bautizar como Ciudad San Pol.
En un momento dado de sus fantásticas aventuras, la ficticia Alicia se queja de sus demenciales compañeros. Exclama: «¡Bichejos estúpidos!». Seguramente, para cualquier niño de la Ciudad Sanpol eso mismo deben de ser el persistente cocodrilo y el conejo que nunca está a la altura de su reloj.
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